El presidente Trump intentará poner a los medios de comunicación en la boleta electoral y los reporteros se enfrentan a la creciente tentación de adoptar la postura de quienes están más ansiosos por sacarlo del poder.
Lo peor de ser reportero en la era de Donald Trump son, por supuesto, los ataques concertados del presidente contra la prensa libre. Lo segundo peor son los lectores bien intencionados que dicen cosas como “gracias por lo que haces”.
Quiero decir, lo aprecio. La semana pasada, en una comisión en Cape Cod —un viaje difícil, lo sé— me agradecí por lo que hago con un chapuzón en el Atlántico y un rollo de langosta con mucha mantequilla. Algunos de mis colegas de primera línea, desde Elmhurst, Queens, hasta Wuhan, China, corren riesgos físicos y psicológicos para conseguir información que merece verdadera gratitud.
Pero cuando algunos de ustedes, alarmados por el ascenso de Trump, dan las gracias a un periodista político o a un comentarista de televisión, alimentan nuestros peores instintos: hacia la importancia propia, hacia convertirnos en la historia y decirles exactamente lo que quieren oír. Y nos llevan a una peligrosa tentación en un momento de máxima presión sobre la prensa libre.
“Los diversos periodistas de los principales medios que han registrado las incesantes atrocidades de Trump durante cuatro largos años, incluido yo mismo, inevitablemente corren el riesgo de convertirse en artistas de performance para sus lectores agradecidos que ya están de acuerdo con nosotros”, dijo Frank Rich, productor ejecutivo de los programas de HBO Veep y Succession y excolumnista de The New York Times. “Tienes que preguntarte si algo de esto ha influido en un solo votante de Trump”.
Trump obviamente reconoce el deseo de los medios de comunicación de protagonizar la historia, y está tratando de explotarlo, combinando el periodismo político más teatral con la amplia, tenaz y a menudo reveladora labor de informar. Ha puesto la marca de los medios de comunicación más reconocidos en la boleta electoral de noviembre. Claramente estaría tan contento de competir contra NBC-New York Times-CNN-Atlantic como contra Joe Biden. Cuando una reportera de CNN le preguntó la semana pasada sobre la violencia de sus partidarios, respondió que “sus partidarios” (los de ella) le dispararon a un hombre en Portland, Oregón, implicando que la reportera era responsable del fatal disparo contra Aaron Danielson, un simpatizante de Trump.
Si ves Fox News, puedes observar a diario cómo el Partido Republicano se define como un partido impulsado por las quejas más que por cualquier política específica, y las quejas contra los medios son su máximo exponente. Incluso aparece en el documento de una página que representa la plataforma del Partido Republicano.
El gran don de Trump es la polarización, y ha llevado a muchas de las personas que lo odian a amar el periodismo, en particular sus formas más dramáticas, con una nueva pasión. Mira las noticias por cable para ver los beneficios de interpretar el papel del periodista de televisión indignado. La cobertura de la Casa Blanca era, antes de Trump, una aburrida situación de rehenes, con los reporteros encadenados a una interminable, y a menudo vacía, secuencia de eventos y sesiones informativas ritualizadas. Ahora, es un constante teatro de moralidad sobre la Verdad, en el que los reporteros se hacen famosos al enfrentarse a Trump por mentir, y el presidente deleita a su base reprendiéndolos. Lo más revelador es que expone su antagonismo particular por las preguntas directas de las mujeres. Pero también es otra irresistible oportunidad para que Trump adopte una postura ante las cámaras.
Lewis Raven Wallace, autor de un nuevo y provocativo ensayo en contra del periodismo distante y “objetivo” llamado The View From Somewhere, lo lleva más allá, al argumentar que los reporteros deben salir de la sala de prensa de la Casa Blanca por completo. “Si son serios en cuanto a salvaguardar la democracia, necesitan construir un poder colectivo en torno a no estar más en esa sala”, dijo Wallace en una entrevista.
Pero en el mundo del negocio de los medios de comunicación, los incentivos de la venta de suscripciones y de la creación de marcas personales llevan a los periodistas hacia la dirección opuesta. Los operadores del negocio de las suscripciones —que incluyen el cable y una parte cada vez mayor de los medios de comunicación impresos y en línea— han tenido éxito al decirte lo que quieres oír y al indicar que están, en cierto sentido, en tu equipo.
Después de todo, estamos vendiendo algo. Puedes ver la tensión entre explotar la atención de Trump y ser explotado por él en las reacciones de CNN y The New York Times. Ambos contrataron agencias de publicidad para producir brillantes campañas de marketing que buscaban responder a los ataques del presidente contra su visión del periodismo pero evitando ser totalmente definidos por eso.
“Hemos pasado de ‘Trump está diciendo mentiras, vamos a hablar de hechos’ a ‘Estos son algunos hechos que deberías saber’”, dijo Mark Figliulo, cuya agencia publicitaria, Fig, produjo la campaña de CNN “Facts First”. Los primeros anuncios fueron una respuesta directa a las denuncias de Trump sobre las historias como “noticias falsas”. Pero, ahora, el canal intenta “hacerla un poco más centrista, para atraer a todo el mundo”, dijo. El Times ha producido anuncios que promocionan sus historias sobre las declaraciones de impuestos de Donald Trump y la separación de familias inmigrantes por parte del gobierno, pero ha tratado de centrarse más en el proceso periodístico. “Incluso si se pudiera obtener un impulso de la comercialización de nosotros mismos como más de la oposición, nunca lo haríamos porque no es el producto principal”, dijo el director de mercadeo del Times, David Rubin.
Hay cosas que los periodistas pueden hacer en los próximos dos meses para resistir nuestros impulsos más autoindulgentes, hacer un gran periodismo y mantenerse fuera de la boleta.
La primera es duplicar en serio la cobertura de los ataques de Trump a las instituciones democráticas. Es decir, no simplemente definir a una de sus tácticas como racista o antidemocrática, sino introducir nuevos reportajes en patrones claros de cómo Trump, por ejemplo, “utiliza la raza para obtener beneficios” o se ha convertido en parte del “pantano” que denunció. Es mejor centrarse en acciones peligrosas —ataques a la infraestructura electoral, por ejemplo, y movimientos del Departamento de Justicia en contra de los enemigos políticos— que en los interminables e indignantes comentarios del presidente.
Los reporteros también podemos tener claro de dónde venimos y de dónde no. La mayoría de los periodistas ven el ataque de Trump a las normas políticas estadounidenses como una crisis; lo entendemos claramente porque algunos de los ataques son contra nosotros. Y somos seres humanos con identidades y creencias que no son difíciles de rastrear en las redes sociales.
Pero el periodismo también tiene su propia ideología extraña que no coincide con un partido o movimiento. Que usted, el público, debería conocer, en vez de ignorarla. Que la luz del sol es el mejor desinfectante. Que los secretos son malos. Que el poder merece un desafío, incluyendo el poder de las figuras que la mayoría de nuestras respectivas audiencias admiran. Que las historias apremiantes necesitan ser contadas.
Sentí la atracción de los elogios más intensamente en 2017 cuando decidí publicar un dossier de acusaciones no verificadas sobre Trump en BuzzFeed News. Fui elogiado en su momento por cosas que no había hecho realmente y condenado por intenciones que no reconocí. La realidad poco glamorosa es que elegí publicar el dossier sin pensar mucho en las consecuencias políticas. Consideré que mi trabajo era compartir con el público un documento de interés público que circulaba entre poderosas personas con información privilegiada.
Hoy no puedo decirles con seguridad si publicarlo perjudicó o ayudó al presidente; no pensé mucho en esa cuestión en ese momento, y no creo que debiera haberlo hecho. Y si lees la tercera parte de alguna investigación sobre el presidente Biden o la vicepresidenta Kamala Harris el próximo año, el autor y el editor probablemente tampoco habrán pensado demasiado en las consecuencias políticas (no cubro extensamente BuzzFeed, medio al que renuncié en febrero, porque todavía tengo que deshacerme de mis opciones de compra de acciones en la empresa, como lo exige el Times).
Si eres un lector, puedes disfrutar el periodismo, apreciar su papel en una sociedad libre y resistir la búsqueda de héroes que derriben a los malhechores y salven nuestra democracia, lo que el sociólogo Zeynep Tufekci me describió como “el modelo Luke Skywalker hace estallar la Estrella de la Muerte y cómo salimos de esto”.
La alternativa a los héroes son las instituciones fuertes y el reconocimiento de que las personas que trabajan en ellas son humanas. Los reporteros, desde los acicalados de las noticias por cable hasta los de las redes sociales, son trabajadores normales cuyos puntos fuertes están a menudo conectados con lo que en otros contextos parecerían ser defectos de la personalidad: obsesión, desconfianza, apetito de confrontación, a veces una cierta manipulación. No se obtienen noticias reveladoras de gente extraña con malos motivos dando la impresión de que eres un santo. Uno de los periodistas que ha producido revelaciones clave sobre el abuso del poder del presidente Trump me habló recientemente sobre el trabajo más en términos de los grises morales de John le Carré que de los simplistas contrastes de las noticias por cable.
Esta dinámica se presenta con particular claridad en el circuito de entrevistas de televisión. Es un misterio global perdurable por qué los entrevistadores británicos y australianos son mucho mejores que los estadounidenses a la hora de señalar a los políticos y forzar la claridad de la confrontación, como Kay Burley de Sky News demostró al derribar a un ministro del gabinete el jueves pasado.
La respuesta, creo, es que los presentadores de la televisión estadounidense sienten la necesidad de gustar. Hay entrevistadores duros como Jake Tapper y Chris Wallace, pero el trabajo más codiciado y lucrativo en el negocio de la televisión es ser el anfitrión de un programa de televisión matutino. El presentador ideal es una presencia relajante que te saluda cuando te despiertas y te persuade para que recuperes la conciencia mientras comes tus cereales.
El entrevistador ideal, por otro lado, te hace escupir el café. Eso es lo que Jonathan Swan, un reportero político australiano de Axios, hizo cuando desafió a Trump sin ninguna deferencia o formalidad especial en una entrevista de media hora en HBO el 3 de agosto, quizás la mejor entrevista del mandato de Trump. Puede que no quieras a Swan en tu cocina por la mañana, haciéndote muecas indigestas. Pero quieres que haga esas entrevistas.
La semana pasada, llamé a uno de mis entrevistadores británicos favoritos, el ex presentador conservador de la BBC Andrew Neil, a su casa en Provenza, Francia, para probar esta teoría. Los intercambios de Neil con figuras que van desde el exlíder laborista británico Jeremy Corbyn al conservador estadounidense Ben Shapiro y el conspiracionista Alex Jones son brutales e implacables. Le pregunté si le preocupaba parecer un imbécil pomposo. (“Eres la peor persona a la que he entrevistado”, le dijo a Jones).
Se rió de mí.
“Nunca, nunca he salido de una entrevista pensando: ‘Oh, ¿crees que le caeré bien a los espectadores por eso o no?’”, dijo. “Nunca se me pasó por la cabeza, en realidad, hasta que lo planteaste en esta llamada telefónica”.