Aquella noche el invitado no llegó a tiempo y Barclays tuvo que improvisar: no haría una entrevista al figurón que había anunciado, dado que este no aparecía ni respondía los llamados, sino a sí mismo, alentando al público sentado en el plató a hacerle preguntas improvisadas e inopinadas.
Barclays, faltaba más, estaba encantado no haciendo la entrevista al invitado y ocupando el doble papel de anfitrión y entrevistado: él siempre encontraba tiempo para hablar apasionadamente de sí mismo.
Todo fluyó bien, salvo cuando le tocó preguntar a un hombre de mediana edad, de complexión atlética, que asistía al programa una vez por semana. Era un hombre raro o misterioso a los ojos de Barclays. Decía que era cubano y se ganaba la vida trabajando como dentista, pero hablaba muy bajito, como susurrando, de modo que no parecía cubano, y no tenía cara de dentista. Barclays lo trataba con comedido afecto porque temía que el dentista cubano tuviese interés en colonizar sus partes urogenitales y explorar no sus cavidades dentales, sino otras.
Pero aquella noche, cuando las luces lo iluminaron y las cámaras lo enfocaron, el dentista cubano enmudeció.
-Vamos, hombre, no te cortes, pregunta lo que quieras -le dijo Barclays.
Luego añadió, dirigiéndose a la cámara:
-Nuestro querido amigo es un dentista cubano y viene con frecuencia. A ver, ¿cuál es tu pregunta?
Lívido, aterrado, el dentista preguntó:
-Si no fuese escritor, ¿qué le hubiera gustado ser?
-Escritora -respondió Barclays.
Esa noche, al llegar a casa, Barclays leyó los numerosos correos que le había escrito el público, pues durante el programa aparecía a menudo el correo electrónico de Barclays, instigando a la audiencia a escribirle. Uno de ellos llamó su atención. En tono grave y admonitorio, el autor del correo decía que el dentista cubano no era dentista, aunque sí cubano, y en realidad era un espía al servicio de la dictadura de La Habana. Con profusión de datos y fechas, el espectador decía que era tío del espía y le contaba a Barclays dónde había nacido el espía, cuál era su nombre real, dónde había estudiado, cuánto tiempo llevaba trabajando en los servicios de inteligencia cubanos, el temido G2.
-Cuídese, señor Barclays -advertía el espectador-. Mi sobrino es un hombre muy malo. Le aseguro que su misión es hacerle daño. Aléjese de él.
Si lo que decía el espectador era cierto, si el dentista era en realidad un espía, podía entenderse, pensó Barclays, por qué se azoró tanto cuando las cámaras lo enfocaron. Ahora su tío lo había delatado, pero tal vez el espía no sabía, no tenía cómo saber, que su pariente le había escrito a Barclays, y tal vez volvería pronto al estudio.
Al día siguiente Barclays llamó por teléfono al dueño del canal y le contó lo que había ocurrido. El dueño del canal habló con el jefe de la policía, quien resolvió enviar agentes encubiertos al estudio, con el propósito de arrestar al espía. Pero pasaron varias semanas y el espía no apareció.
Sin embargo, tres meses después, cuando ya nadie lo esperaba, el espía se presentó en el programa. Ha venido a matarme, pensó Barclays. Esperó a que el espía se pusiera de pie y lo matase a tiros. Pero permaneció sentado. Al final se acercó a Barclays y le dijo cosas amables. De pronto, Barclays sorprendió al visitante:
-Sé que eres un espía -le dijo.
El espía soltó una carcajada y respondió:
-Y yo sé que usted es agente de la CIA.
Continuó riéndose. Pero Barclays no se rio. Lo miró seriamente y le dijo:
-Tu tío me ha contado tu vida. Tu tío te ha delatado.
Luego Barclays mencionó los datos que el tío le había dado: fecha y lugar de nacimiento del espía, nombre completo, hechos más saltantes de su biografía.
-Me ofende que usted le crea a un extraño y no a mí -dijo muy serio el espía-. Lamento decirle que ha perdido un admirador. Buenas noches, señor Barclays -dijo, y se marchó, presuroso.
Nunca más volvió. Era entonces un espía, concluyó Barclays. Pero luego se preguntó: ¿tan aburridos están los espías cubanos que vienen a espiarme a mí?
Tiempo después, la gerencia del canal le anunció a Barclays que había contratado un nuevo editor para su programa. Era cubano, judío, se llamaba Israel. Había crecido en La Habana, había seguido instrucción militar en Tel Aviv, se había alistado como soldado israelí. Era ágil y fuerte y vestía ropa ajustada.
Todos los fines de semana, Israel saltaba en paracaídas. Conocía un aeródromo a dos horas de la ciudad, acudía con amigos, eran todos amantes de saltar en paracaídas no una sino dos y hasta tres veces a lo largo del día. Israel le enseñó fotos a Barclays y lo animó a que un sábado fuese a saltar en paracaídas con él.
-No me atrevo -dijo Barclays.
-No tiene que saltar solo -dijo Israel-. Puede saltar conmigo.
A pesar de que Israel fue insistente, Barclays no dio su brazo a torcer. Pero Israel era indesmayable y todos los viernes le decía para saltar:
-Es una experiencia increíble. No se va a arrepentir. Es como volar.
Timorato, pusilánime, cobardón, Barclays no encontró valor para saltar en paracaídas.
Sin embargo, estaba tan agradecido a Israel que todos los meses le donaba un cheque con un dinero no menor. Debido a eso, Israel y su novia viajaban con frecuencia a Europa. Al regreso de sus viajes, le traía pequeños cuadros a Barclays y se los obsequiaba, enmarcados y protegidos por un cristal, listos para ser colgados. Eran siempre cuadros pequeños que recogían imágenes de las ciudades que Israel y su novia habían visitado.
Como Israel tenía buen gusto y los cuadros eran bonitos, Barclays y su esposa los colgaban en distintos ambientes de la casa. Eran ya tantos los cuadros regalados por Israel que casi no había un solo ambiente de la casa de los Barclays que no estuviese decorado con una pintura o un dibujo o un retrato a lápiz traído por Israel.
Una tarde, la hija de los Barclays se enfadó con sus padres y tiró la puerta de su dormitorio y, al hacerlo, provocó que un cuadro colgado al lado de la puerta cayera y el cristal que lo protegía se rompiese.
Barclays se agachó, recogió los pedazos de cristal, retiró el papel rugoso en que había sido dibujado a carboncillo un puente sobre el río Sena y halló un minúsculo botón negro. Lo guardó, sin decirle nada a su esposa. Al día siguiente, se reunió con el ingeniero del canal y le mostró el botón negro que había encontrado escondido en el cuadro.
-Es un micrófono -dijo el ingeniero.
Barclays prefirió no acusar a Israel, no todavía. Esa noche, después del programa, abrió todos los cuadros que Israel le había obsequiado y en varios encontró el mismo botón negro. Sorprendido, Barclays pensó:
Israel es entonces un espía, pero un espía ¿al servicio de quién? ¿De los cubanos? ¿Del Mossad? ¿De los venezolanos? ¿De los rusos?
Al día siguiente, cuando terminó de editar con Israel, Barclays se armó de valor, le mostró uno de los micrófonos que había encontrado y le dijo:
-Sé que eres un espía. Israel respondió con aplomo:
-Es cierto.
-¿Para quién trabajas? -le preguntó Barclays.
-Para los cubanos -dijo el editor-. Pero, en realidad, para el Estado de Israel. Solo que los cubanos no lo saben.
-¿Eres doble agente?
-Sí.
-¿Y por qué me espías a mí, si yo no sé un carajo de nada?
-Esa fue la orden que recibí -dijo Israel.
Aquella noche editaron en silencio. Al día siguiente, Israel no apareció. Había renunciado al canal. Barclays no volvió a verlo. Lo echó de menos. Había perdido a un gran editor. Menos mal no salté en paracaídas con él, pensó.