El pasado 24 de agosto se cumplieron seis meses del inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania. Lo que según diferentes analistas militares había sido pensado por Moscú como una intervención breve, dirigida a producir el desmoronamiento del gobierno en Kiev, derivó en una guerra de desgaste en el sur y el este del país.
En estos meses hemos leído infinidad de análisis sobre los aspectos militares y económicos de la guerra, así como sobre el impacto de las sanciones comerciales tanto en Rusia como en Europa. De igual manera, los analistas han ahondado en la dimensión geopolítica ponderando factores de diferente tenor como la expansión de la OTAN en el espacio postsoviético, el retroceso político de los sectores prorrusos en Ucrania o las disputas por el mercado energético europeo.
En todos estos análisis, más allá de su profundidad, ha brillado por su ausencia la dimensión religiosa. En mi opinión, un aspecto clave en vistas de la importancia que la Iglesia Ortodoxa ha alcanzado en la vida política de Rusia en las últimas décadas y muy especialmente en la fuerza política que lidera Vladimir Putin, Rusia Unida.
A diferencia de los factores geopolíticos o militares, es cierto, los religiosos son mucho más esquivos y para comprenderlos no alcanza con mirar solamente la coyuntura actual. Además, en nuestras latitudes conocemos poco del mundo ortodoxo y tendemos a asimilarlo a los cristianismos que nos resultan más familiares, como el catolicismo y el protestantismo, lo que definitivamente no ayuda.
Por otro lado, seamos sinceros, tampoco sabemos demasiado de la historia de los países en los que se desenvuelve la guerra, Ucrania y Rusia, resurgidos hace apenas treinta años tras el colapso de la Unión Soviética en 1991. Me atrevería a decir que, incluso a nosotros, argentinos y argentinas que hemos vivido la hiperinflación de 1989 y la crisis del 2001, nos resultaría difícil imaginar el traumático impacto del hundimiento de la economía planificada soviética en la vida cotidiana de rusos y ucranianos por esos años. Ni hablar si sumamos a ello el desmoronamiento del horizonte de relativa seguridad que el comunismo soviético ofrecía a sus ciudadanos. A comienzos de los 90, el metropolitano ortodoxo de San Petersburgo lo expresó con particular claridad. En su opinión, los rusos estaban viviendo el momento más trágico de su historia. Mucho peor incluso que los tempos de persecución religiosa y de creación de los “gulags”, los campos de detención y trabajo forzado de la URSS. Como el propio Putin afirmó en reiteradas oportunidades, para buena parte de los rusos la caída del “imperio soviético” fue una verdadera catástrofe social y económica que marcó a fuego la historia reciente del país.
Religión y certezas. En este marco de crisis profunda, la religión ortodoxa emergió de las profundidades con particular fuerza, y se convirtió velozmente en un proveedor esencial de recursos identitarios y simbólicos para nutrir las diferentes corrientes del renacido nacionalismo ruso. De manera semejante, también en Ucrania las iglesias ortodoxas, consideradas cismáticas por Moscú, desempeñaron un rol parecido suministrando anabólicos al nacionalismo ucraniano, incluidos sus sectores más radicales, algunos de ellos neonazis, como el Batallón Azov. Finalmente, tras tres décadas, el peligroso cóctel entre religión y nacionalismo estalló empujado por la agresiva expansión de la OTAN, una política cuanto menos imprudente de parte de Unión Europea, alentada sobre todo por los nuevos países miembros y, claro está, por el deterioro de las relaciones políticas entre Rusia y Ucrania, principalmente tras la caída del gobierno de Víctor Yanukóvich en 2014. Desde entonces, el este de Ucrania ha estado sumergido en una guerra permanente que se cobró miles de víctimas.
En el plano religioso, el resultado de todos estos procesos ha sido un verdadero terremoto al interior del cristianismo ortodoxo. Un conflicto que, en plena escalada bélica, no ha hecho más que avivar el fuego. Por otro lado, día a día se multiplican los altercados y enfrentamientos entre fieles ortodoxos de ambos países, como el ocurrido a finales de julio y viralizado en distintas redes sociales. En la ocasión, durante el funeral de un soldado ucraniano, un sacerdote ortodoxo ruso montó en cólera al escuchar las críticas de un clérigo ucraniano sobre Vladimir Putin y, sin mediar palabra, decidió golpearlo con la cruz de madera que llevaba encima.
Un poco de historia para entender el conflicto. En los años posteriores al colapso de la Unión Soviética, las iglesias ortodoxas florecieron en una gran medida del espacio ex soviético, ayudadas en parte por el apoyo recibido algunos años antes, en tiempo del gobierno de Mijaíl Gorbachov. En Ucrania varias de ellas exigieron su autonomía de Moscú y rivalizaron por asumir la dirección del cristianismo ortodoxo en el país, un viejo anhelo de un sector de la ortodoxia ucraniana. Finalmente, después de una serie de conflictos, el reconocimiento oficial recayó sobre la iglesia que respondía a Rusia. Un triunfo clave del Patriarcado de Moscú, el más importante por número de fieles. Por supuesto, el triunfo ruso no detuvo las disputas que lejos de apaciguarse continuaron tanto entre las diferentes iglesias ucranianas como entre éstas y los ortodoxos alineados con Moscú. También se profundizaron los recelos con los católicos, principalmente en el oeste del país, y con los protestantes. En 1998, preocupada por el proselitismo evangélico, considerado una avanzada de Occidente, la Iglesia Ortodoxa rusa exigió al Consejo Ecuménico de Iglesias que las decisiones comenzaran se tomarse por consenso y no ya, como hasta entonces, por voto mayoritario. Asimismo, los rusos endurecieron sus críticas a los cristianos occidentales, a quienes acusaron de dejarse seducir por los cantos de sirena del “materialista secularista” propiciado por Estados Unidos y parte de Europa.
A partir de entonces, las tensiones religiosas no hicieron más que crecer. A finales de la década, los ortodoxos de Estonia, deseosos de librarse de la tutela de Moscú, rompieron relaciones y buscaron cobijo en el Patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I. Una suerte de primus inter pares del mundo ortodoxo, aunque, a diferencia del Papa católico, sin potestades reales de gobierno sobre las diferentes iglesias. Moscú respondió cuestionando la legitimidad de la medida y en señal de protesta dejó de rezar por él en las celebraciones litúrgicas ruso-ortodoxas. A su vez, Alejo II, el patriarca ruso, por entonces, endureció su posición y reclamó para sí la jurisdicción de todos los ortodoxos rusos de Europa occidental. En esta línea, en el 2003, buscando reforzar su autoridad, consideró que no había que exagerar con el otorgamiento de autocefalías y reclamó nuevamente la potestad sobre los creyentes ortodoxos de toda Europa.
Las tensiones con Bartolomé I aumentaron, pero de momento la sangre no llegó al río y el conflicto entró en una surte de impasse. Todo cambió sin embargo, a partir del 2014 y sobre todo en el 2018, cuando tras cuatro años de guerra en el Donbas, Bartolomé I decidió otorgar a una parte de los ortodoxos ucranianos, recientemente unificados, la tan anhelada independencia de Rusia, volviendo realidad una de las pesadillas más temidas por Moscú. Además, en una abierta actitud de desafío al patriarcado moscovita, el sínodo de Constantinopla fue incluso más allá y anuló la excomunión con que la Iglesia Ortodoxa rusa había sancionado al primer patriarca de la Iglesia ucraniana a comienzos de la década de 1990. Como era de esperarse, en Rusia la decisión de Bartolomé I fue interpretada como una declaración de guerra y la respuesta no tardó en llegar. El sínodo de la Iglesia Ortodoxa rusa anunció la ruptura de relaciones con el Patriarcado de Constantinopla y puso en cuestión su potestad para otorgar la autocefalía a los ucranianos puesto que, según Moscú, un proceso de esas características requeriría del acuerdo de todas las iglesias ortodoxas “hermanadas”. En los hechos, al margen de la discusión normativa, el resultado fue finalmente, tras casi cuatro décadas de disputas, el nacimiento de una Iglesia Ortodoxa ucraniana, no dependiente de Rusia, conformada por las iglesias surgidas tras la caída de la URSS y algunas parroquias que hasta el 2018 habían respondido a Moscú.
Una guerra que también es religiosa. En vista de estos hechos no es exagerado afirmar que en paralelo con los enfrentamientos armados y la guerra de sanciones que Estados Unidos y Europa han lanzado sobre Rusia, se está librando al interior del cristianismo ortodoxo en el este europeo otra guerra, menos violenta, pero no por ello menos intensa que, claro está, no contribuye a sosegar la retórica belicista en ambos bandos. Por el contrario, constituye uno de los principales combustibles con los que se alimentan los motores ideológicos de la confrontación.
Por el momento, el Patriarcado de Moscú continúa controlando formalmente una parte significativa de las estructuras eclesiásticas ucranianas, pero es una situación extremadamente precaria y, en el futuro, claramente insostenible. El líder de la Iglesia Ortodoxa rusa actual, el patriarca Kirill, cercano a Putin, lo sabe y, en cierto modo, sabe también que la supervivencia de su iglesia en Ucrania depende en buena medida de un resultado militar relativamente favorable para el Kremlin al que ha dado abiertamente su apoyo. Mientras tanto la guerra prosigue y, en medio del estruendo del fuego de artillería, se ahondan las fracturas del cristianismo ortodoxo.
*Investigador del Conicet y coordinador del Doctorado en Historia en la Universidad Nacional de Rosario. Contacto: https://conicet-ar.academia.edu/DiegoMauro