En los años ochentas y noventas Estados Unidos se auto-asignó el papel de cruzado internacional en materia de drogas. Una versión militante del prohibicionismo se desplegó a nivel mundial con particular énfasis en América Latina. La estrategia represiva de Washington se sustentó en la legislación interna y se proyectó con intensidad en la región. Así, en 1986 el presidente Ronald Reagan firmó la Directiva Presidencial número 221 mediante la cual se declaró que las drogas constituían una amenaza letal a la seguridad de Estados Unidos. Más adelante, en 1989, el entonces Secretario de Defensa, Richard Cheney, anunció que la lucha contra las drogas se convertía en una misión de seguridad nacional prioritaria para el Departamento de Defensa. En diciembre de ese año Washington lanzó la invasión a Panamá que depuso al presidente Manuel Antonio Noriega, quien fue llevado a Estados Unidos para ser juzgado por narcotraficante.
Mientras tanto, se implementaba lo que se conoció como el proceso de certificación anual y unilateral en materia de drogas que apuntaba a determinar qué países cooperaban con Washington en el combate anti-narcóticos. Ese instrumento era, simultáneamente, un recurso para condicionar, disciplinar, subordinar y sancionar a las naciones en la llamada “guerra contra las drogas”. Una suerte de “garrote” para que los gobiernos—en especial, en América Latina--sintieran el efecto de las acciones punitivas de Washington. Los no cooperantes vivieron el peso de la estigmatización y castigo estadounidense. Una narco-diplomacia coercitiva se impuso en el continente. En ese marco, por ejemplo, la Casa Blanca le canceló la visa de ingreso al país al entonces presidente de Colombia, Ernesto Samper, en 1996, señalando que el mandatario “participó a conciencia en negociaciones” con el llamado Cartel de Cali, al tiempo que afirmó que había “certeza de que ingresaron dineros del narcotráfico en su campaña”.
Pero más allá de advertencias y puniciones el fracaso de la prohibición de drogas se hizo elocuente desde entonces hasta hoy día. En esencia, la geopolítica de las drogas se expandió y complejizó y la cruzada anti-narcóticos ha sido un fiasco en las relaciones interamericanas y a nivel mundial. Sin embargo, Washington—que modificó ligeramente su política interna ante las drogas—no ha variado su enfoque bélico anti-narcóticos en Latinoamérica. En todo caso, su condición de cruzado no ha sido abandonada.
Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos se lanzó a la lucha contra el terrorismo. En ese contexto, se transformó en un gendarme internacional que pretendía acabar con los grupos terroristas y sus santuarios, reordenar Medio Oriente y Asia Central especialmente, y asegurar la expansión global de la democracia. Otra vez, una vasta legislación interna, directivas del ejecutivo y estrategias militares sustentaban ese nuevo rol auto-afijado. La fuerza, el ataque, la retaliación y la agresión fueron la norma. La ocupación de Afganistán e Irak fue el corolario de un enfoque que suponía triunfos inmediatos y definitivos. Creció el uso de drones en Asia (Irak, Afganistán y Pakistán) y África (Libia, Somalia y Yemen). Jurídicamente, la estrategia contra el terrorismo derivó en la pos-legalidad: es decir, una situación en la que el derecho interno e internacional se manipuló y se desconoció.
Los resultados efectivos de la ofensiva contra el terrorismo no admiten festejos. Según las investigaciones del Watson Institute for International and Public Affairs de Brown University, después de gastar US$ 8 billones de dólares en las guerras pos—11/9, aproximadamente 979.000 personas (civiles, personal militar, contratistas privados de seguridad, periodistas, miembros de organizaciones humanitarias) murieron de forma directa y 38 millones de personas debieron refugiarse en distintos países o se vieron obligadas al desplazamiento interno. Aunque Estados Unidos—en especial a partir de los fracasos en Irak y Afganistán—se ha ido replegando, su pretensión de gendarme sigue vigente para varios decisores civiles y militares.
En años recientes, y más concretamente con la administración del Presidente Joe Biden, Estados Unidos se ha asumido como fiscal internacional en materia de corrupción en el marco de lo que identifica como la lucha entre las democracias contras las autocracias. En realidad, y respecto a Latinoamérica, el tema de la corrupción venía siendo foco de referencia de los responsables del Comando Sur. Por ejemplo, es una de sus prioridades. En la declaración de la postura del Southcom de 2016 el Almirante Kurt Tidd mencionó el tópico. Más recientemente, en 2019 el Comandante del Comando Sur, Almirante Craig Faller, destacó que “la corrupción es una inquietud de seguridad nacional en el hemisferio”. A su vez desde 2015 se han aplicado sanciones a individuos en Venezuela invocando, entre otros, asuntos de corrupción.
Ahora bien, es desde hace dos años que la corrupción ocupa un lugar cada vez más prominente en la política exterior de Estados Unidos. Por primera, en junio de 2021 y mediante un memorándum, la Casa Blanca precisó que la lucha contra la corrupción constituía un “interés central para la seguridad nacional de Estados Unidos”. Y en diciembre se anunció la Estrategia Nacional de Estados Unidos contra la Corrupción. El Departamento de Estado designó en julio de 2022 a Richard Nephew Coordinador Global contra la Corrupción: Nephew ha sido Coordinador de la política de sanciones del Departamento de Estado y Director para Irán en el Consejo de Seguridad Nacional. A su vez, es importante destacar que la Oficina de Recursos Energéticos del Departamento de Estado tiene la responsabilidad de la Iniciativa de Transparencia sobre Industrias Extractivas; una iniciativa que busca, entre otras, “combatir la corrupción en los sectores globales de gas, petróleo y minería”.
En este período reciente América Latina ha sido un punto importante de la estrategia anti-corrupción. Con base en la legislación existente, el Departamento de Estado designó personas corruptas a 79 centroamericanos (43 de Nicaragua, 16 de Guatemala, 14 de Honduras y 6 del Salvador), al tiempo que logró la extradición del ex Presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández .
A su vez, el 22 de julio de 2022 el Departamento de Estado indicó que el ex Presidente de Paraguay, Horacio Manuel Cartes, estaba involucrado en “corrupción significativa”.
En breve, Washington ha decidido convertirse, desde un sitio de presunta superioridad moral, en un fiscal internacional en materia de corrupción. Sin embargo, esta condición va más allá de una presunta inmodestia ética: se inserta, esencialmente, en la pugna global contra China bajo el leitmotiv de la democracia vs. la autocracia. Esa lucha no cubre todas las autocracias, por supuesto. Entre el 15 de julio y el 2 de agosto el Departamento de Estado aprobó la venta de armamentos por un valor de US$ 20.000 millones de dólares; un tercio de las ventas se hicieron a autocracias. Dicho combate anti-corrupción, además, se viene librando más en América Latina que en otras latitudes; algo que quizás persista no en virtud del avance de autocracias en la región. El doble estándar se irá haciendo evidente con el correr del tiempo.
En el fondo, posiblemente la designación de quién es corrupto/a por parte de Washington tenga más que ver con la proyección de China en la región; la intensificación de las contradicciones ideológicas en Latinoamérica; el auge de modalidades delictivas—algunas de ellas como el negocio de los narcóticos y el emporio de las armas que tienen en Estados Unidos un doble epicentro en cuanto a demanda y oferta, respectivamente--; y la intención de recuperar cierta influencia y prestigio en el área. En todo caso, lo más probable es que Estados Unidos esté comenzando a ejercer su auto-concedida condición de fiscal internacional en cuanto a la corrupción. Ello implica aumentar la capacidad de condicionar, sancionar, intimidar y estigmatizar. Esto, seamos realistas, recién empieza.
Por: Juan Gabriel Tokatlian Vicerrector de la Universidad Torcuato Di Tella