Ni siquiera el suelo es amable en el campo de refugiados Mugumba. No tiene la gentileza de ser plano porque lo cubren filosas piedras volcánicas. Sobre ese suelo agresivo se levantan las chozas de lona blanca, donde los refugiados se cubren de las lluvias que todo el tiempo se alternan con un sol sofocante. La vida allí consiste en hacer eternas colas sobre el barro para recibir la porción de agua y de comida que les llevan los camiones de la ONU. Y en soportar las incursiones de milicias que roban a esos desposeídos, además de violar a las niñas y llevarse a los niños para convertirlos en soldados asesinos. En esa parte del Congo, los niños aprenden a gatillar un Kalashnikov antes que a lavarse los dientes.
Quien escribe este artículo ha estado en el Este del Congo, viendo personalmente los males que provoca el conflicto, y ha recorrido la ladera en la que padecen los refugiados de esa guerra.
Difícilmente haya en otro rincón del planeta un campo de refugiados más miserable y desprotegido que Mugumba. Su intemperie de harapos resume la tragedia de la provincia donde se encuentra: Kivu del Norte.
La guerra envejece ante la indiferencia del mundo en el territorio que se extiende entre los lagos y el bosque de Virunga, donde los cazadores furtivos llevan años extinguiendo a los gorilas que quedaron huérfanos por el asesinato de la primatóloga Dian Fossey, en el lado ruandés de la frontera.
Hizo bien el Papa Francisco en visitar el Congo y recordarle al mundo la existencia de ese conflicto que nunca termina porque aporta, a precios de ganga, minerales que se utilizan en sociedades que gozan de paz y bienestar. El pontífice también hizo bien en llegar hasta Yuba, la capital de Sudán del Sur, donde después de padecer la dictadura de Omar al Bashir y los destratos y limpiezas étnicas de los regímenes del norte árabe y musulmán contra los pueblos bantúes, animistas y cristianos, llegó la independencia y con ella la sangrienta disputa entre las etnias sureñas.
Aunque clamar “quiten las manos de África” suene a politiquería discursiva, resulta necesario que una voz internacionalmente escuchada, como la de un jefe de la Iglesia católica, denuncie la responsabilidad de muchos países en tragedias africanas. La indiferencia mundial es protagónica en conflictos como el que padece la República Democrática del Congo (RDC). Visibilizarlos no es demagogia pontificia. Lo cuestionable es el silencio de los demás líderes mundiales que tienen peso en el escenario internacional.
Una guerra extraviada en la historia desangra el Este del Congo. Un conflicto feudal entre milicias que disputan zonas donde se extrae ilegalmente cobalto, diamantes, oro, uranio y coltán que se venden a traficantes que los llevan a países cuyas sociedades viven en la tranquilidad del desarrollo. El Papa se refirió a esa guerra que le abrió la puerta al hambre y a enfermedades desaparecidas en el resto del mundo como la poliomielitis, el cólera y la disentería.
Al llegar a la RDC, el pontífice denunció el colonialismo económico y clamó por el fin de la depredación de ese país y de toda África. A Francisco se le puedan cuestionar pronunciamientos y también silencios en el escenario mundial, pero que una voz escuchada a nivel internacional haya denunciado la situación del Congo, desde la capital misma de ese país tan inmenso como maltratado por manos propias y ajenas, es un acierto incuestionable.
En el 2010, la publicación de “El Sueño del Celta” extendió en el mundo el conocimiento sobre la brutal explotación de congoleños por parte de quien era el propietario de esa tierra y de su gente: el rey Leopoldo de Bélgica. La excepcional novela de Vargas Llosa aborda la historia de Roger Casement, el desventurado diplomático británico que en el amanecer del siglo 20 denunció la cruel opresión de los nativos para extraer caucho de lo que, por entonces, era propiedad privada de Leopoldo II. A partir de las denuncias de Casement, el Estado de Bélgica le quitó a su rey la posesión del extenso territorio, que pasó a llamarse Congo Belga.
La independencia posterior no puso fin a la violencia y la corrupción. La brutalidad se ensañó con el líder independentista Patrice Lumumba y con su movimiento anticolonialista. Y el conflicto secesionista en la provincia de Katanga fue uno de los tantos muestrarios de bestialidades. A pesar de sus crímenes y su corrupción, la dictadura de Mobutu Sese Seko fue apoyada por potencias occidentales debido a su guerra sanguinaria contra guerrillas comunistas. Las masacres fueron la regla durante el régimen que rebautizó el país, llamándolo Zaire. Pero la situación no cambió cuando llegó al poder el guerrillero Laurent Kabila, a quien, en su fallida experiencia en el Congo, el Che Guevara describió como un forajido que además de liderar una guerrilla izquierdista, se dedicaba a la cacería ilegal de elefantes para abastecer el tráfico de marfil.
Tras el asesinato de Kabila llegó al poder su hijo Joseph, pero la RDC siguió siendo un estado fallido. A esa altura, ya tenía el Este gangrenado de milicias que sirven a los poderes extranjeros que se benefician de la explotación ilegal de minerales de alto valor estratégico, como el coltán.No sólo potencias extra-continentales permiten, con sus compras de minerales a milicias sanguinarias, la guerra eterna en la región de los grandes lagos. También países vecinos como Ruanda y señores de la guerra ugandeses y congoleños hacen sus negocios eternizando el trágico conflicto en la provincia Kivu del Norte.
Por las atrocidades de la guerra, las enfermedades medievales que diezman a su población y la lava que la sepulta en cada erupción del volcán Nyaragongo, a Goma, la capital de Kivu del Norte, la llaman “la ciudad más peligrosa del mundo”.
No importa que los milicianos sean hutus o sea tutsis provenientes de Ruanda; tampoco importa que hablen lingala, o suajili o cualquier otra lengua bantú. El factor étnico, así como las ideologías, son pantallas para encubrir la codicia desenfrenada que hace correr ríos de sangre desde mediados del siglo 20. También China se beneficia con el conflicto, porque el caos le permite negociar con gobiernos débiles y corruptos.
El Papa quiso llegar a Goma. Lo hicieron desistir por el peligro que implica ese agujero negro del corazón africano. Kinshasa, la capital del país, está en el Oeste, donde hay calma, pero es un punto adecuado para avisarle al orbe que en el Congo lleva largas décadas un conflicto sin códigos; la guerra que envejece ante la indiferencia del mundo.
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