Si bien los radicales han llegado a la conclusión de que les convendría seguir formando parte de Juntos por el Cambio, para muchos el enemigo a batir ya no es el kirchnerismo, que creen moribundo, sino el PRO de Mauricio Macri. Se entiende; a todos les gusta subrayar lo que tienen en común con los socialdemócratas europeos de décadas atrás, cuando aún disfrutaban de apoyo popular, mientras que los más fervorosos quieren seguir luchando contra el “capitalismo salvaje”, cuando no contra el capitalismo a secas, que a su juicio están intentando promover sus socios. Según estos radicales, lo económico, es decir, el sector privado, tiene que mantenerse firmemente subordinado a lo político; se trata de una actitud que, en opinión de muchos, ha hecho un gran aporte a la ruina del país al privarlo de un motor productivo poderoso.
Si la Argentina se asemejara a ciertos países europeos desarrollados, dos partidos centristas, uno de inclinaciones izquierdistas, otro más derechista, como la UCR y el Pro, alternarían en el poder, pero aquí los rivales naturales se sienten obligados a hacer causa común en defensa de la democracia republicana. No sólo es porque, como suele decir un tanto socarronamente Macri, “todos los curas quieren ser papa”, que los radicales están procurando reducir la influencia del PRO que, a pesar de tener menos afiliados que la UCR, domina ideológicamente a la coalición que han formado a partir de la convención partidaria que se celebró en Gualeguaychú en marzo de 2015.
En aquel momento, la prioridad era hacer frente al proyecto totalizador encabezado por Cristina Kirchner. Los radicales optaron por apoyar la candidatura del alcalde porteño por creerlo el mejor ubicado para triunfar en las elecciones presidenciales, pero mucho ha cambiado desde entonces. Alentados por el fracaso de la gestión de Macri y porque parecería que el kirchnerismo ha decidido cometer harakiri, confían en que ha llegado la hora de poner las cosas en su lugar.
¿Tiene razón el titular de la convención radical Gastón Manes cuando dice que “la UCR tiene los mejores candidatos” presidenciales, aludiendo así a su hermano, el neurólogo Facundo Manes? De tomarse en serio lo que dicen las encuestas, aún no hay muchos motivos para creerlo, pero en vista de la capacidad de los radicales de movilizarse en apoyo de correligionarios en las primarias, no sorprendería demasiado que, cuando por fin se abran los cuartos oscuros, uno de los suyos representara a Juntos por el Cambio.
Para la UCR, que se había acostumbrado a presentar candidatos meramente testimoniales que con suerte obtendrían un puñado de votos, se trataría de una resurrección casi milagrosa. Con todo, un hipotético candidato radical tendría que superar una desventaja que podría ser significante. Si bien los radicales se han granjeado la reputación de ser personas relativamente honestas e inofensivas, muchos los consideran congénitamente ineficaces. Aunque una historia más que centenaria les motiva orgullo, a ojos ajenos los hace parecer anticuados, para no decir grises, lo que no los ayudaría en un país en que tantos entienden que muchísimo tendría que cambiar para que el futuro fuera por lo menos un poco mejor que el presente.
Acaso sería injusto acusar a los radicales de no haber aprendido nada de su propia experiencia ni haberse olvidado de nada, como dijo de los Borbones Charles Maurice de Talleyrand, pero sucede que los fracasos anotados por los gobiernos radicales más recientes se debieron precisamente a que subestimaron la malevolencia de quienes no los respetan y, de un modo u otro, hicieron la vida imposible a los “capitanes de la industria” locales. ¿Han actualizado su pensamiento lo suficiente como para estar en condiciones de emprender la obra mayúscula de reconstrucción que el país necesita, o siguen soñando con regresar a un pasado en que los problemas eran más manejables?
Es tan grave la situación en que se encuentra el país que quienes están convencidos de que les tocará integrar el próximo gobierno han de preguntarse si estarán a la altura de las circunstancias nada sencillas que les esperarán. Tendrán que impedir que el país sufra una implosión catastrófica. Por antipática que les sea a los biempensantes, todo hace pensar que no habrá más alternativa que la de aplicar una “política de choque” mucho más fuerte que la de Domingo Cavallo y Carlos Menem. Si se les ocurre negarse a intentarlo por lo que calificarían de motivos éticos, el mercado lo haría con su brutalidad habitual, como en efecto hizo en los días finales de 2001 y los primeros meses de 2002 al caer la convertibilidad y, en un clima de júbilo insensato, la élite política festejó el default.
Los radicales son moderados por principio. De ser menos alarmante la fase de la interminable crisis por la cual el país está pasando, la cautela que los caracteriza sería meritoria, pero en el contexto actual sólo serviría para garantizar el fracaso de una eventual gestión económica en un país que no estará en condiciones de soportar más debacles. Es legítimo preguntarse, pues, si es compatible la moderación con un esfuerzo auténtico por poner en orden la economía antes de que sea demasiado tarde. Hay que dudarlo, pero a juzgar por lo que dicen, radicales como Facundo y Gastón Manes, el gobernador de Jujuy Gerardo Morales y otros prohombres del partido se resisten a reconocer que, hasta nuevo aviso, tendrán que ser archivadas actitudes afines a las reivindicadas por peronistas que no comulgan con el kirchnerismo explícito.
Lo mismo que Horacio Rodríguez Larreta, los Manes quieren ampliar Juntos por el Cambio incorporando a sectores peronistas con “valores comunes” que, suponen, les permitiría conseguir el apoyo del setenta por ciento o más del electorado y por lo tanto contar con la masa crítica de apoyo formal que necesitarían para llevar a cabo cualquier programa de reformas. En teoría, el planteo suena bien, pero lo que están efectivamente pidiendo es que los responsables del descalabro catastrófico que ha devastado al país, es decir, los integrantes de la clase política nacional, reúnan esfuerzos para deshacer lo que han hecho.
¿Funcionaría lo que están proponiendo? ¿O es que una coalición ampliada resultaría ser una copia del esquema improvisado por Cristina para ganar una elección ofreciendo al electorado una combinación de presuntos centristas con militantes de mentalidad muy distinta? Mal que les pese a quienes quieren armar un nuevo frente de casi todos encabezado en esta ocasión por un radical, lo más probable sería que entre los recién llegados desde el peronismo habría algunos que se dedicarían a frustrar las iniciativas de los resueltos a curar al país del facilismo populista que tantos perjuicios ha provocado.
La prédica de Javier Milei en contra de la “casta política” le ha beneficiado hasta tal punto que los hay que lo ven como un presidenciable más porque muchos la creen culpable de lo que le ha sucedido al país. Aunque no debería ser una cuestión de todo o nada, al electorado le es difícil distinguir entre aquellos políticos que quisieran defender “el modelo” populista y los conscientes de que ya ha caducado irremediablemente y es urgente reemplazarlo por un orden más apropiado para los tiempos que corren. Son tantos los oportunistas que ocupan lugares en las listas de candidatos electorales que ni siquiera los más avezados están en condiciones de prever lo que harán si logran ubicarse en puestos significantes.
En todas partes, la clase política tiende a actuar como una corporación cerrada cuyos miembros anteponen los intereses del conjunto al que pertenecen a los del resto de la sociedad. Para impedir que se independice por completo, en distintos países democráticos se han introducido reglas que en teoría deberían servir para reducir la distancia entre los mortales comunes y las elites políticas, pero en muchos lugares, éstas se las han ingeniado para mantenerse alejadas de las presiones populares porque, insisten, hay problemas que son tan complicados que sería absurdo suponer que la ciudadanía rasa sea capaz de entenderlos. Un buen ejemplo de este fenómeno ha sido brindado por la Unión Europea en que el notorio “déficit democrático” contribuyó a la salida de los británicos.
Los políticos argentinos tienen más razones que sus homólogos europeos o norteamericanos para no sólo querer conservar sino también hacer aún más valiosos los privilegios que, a través de los años, han sabido acumular, porque en lo que llaman “el llano” hay menos oportunidades para personajes ambiciosos que están resueltos a destacarse. Hoy en día, lo que queda del sector privado es tan débil que, para los reacios a convertirse en expertos en mercados regulados, les sería difícil asegurarse un ingreso decoroso y el prestigio social que creen merecer. Lo mismo pude decirse de muchas otras actividades, lo cual ha contribuido a hacer de la política una opción para individuos que aspiran a abrirse camino sin sentirse atraídos por ninguna vocación determinada. Demás está decir que tales personajes se sienten conformes con un orden que les ha permitido disfrutar de ingresos y de privilegios, como los fue - ros, que los protegen contra las vicisitudes ingratas que están haciendo tan dura la vida de la mayoría de sus compatriotas.
Por James Neilson