Luis Abelardo Patti tiene tres condenas a prisión perpetua por secuestros y asesinatos entre 1976 y 1983. Es lo que se dice, en criollo, un represor. Villarruel, claro, no lo debe ver así. Tiene algún sentido: ella viene de una familia militar que fue parte del Proceso, y también fue para muchos en ese mundo la puerta de entrada para lograr una reunión mano a mano con Jorge Rafael Videla.
Eso ocurrió cuando en los comienzos de los 2000 su agrupación “Jóvenes por la verdad” coordinaba las entrevistas con el dictador detenido. Aunque no deja de ser temible, Patti tiene un prontuario algo abultado que Videla.
¿Hubiera Villarruel aceptado plata del genocida más sangriento que pasó por este país? Es contrafáctico, imposible de saber. Aunque lo de Patti puede servir de pista: de él aceptó aportes para la campaña del 2021. Lo fue a ver y se llevó su apoyo económico, que fue más simbólico que monetario. ¿Cuál sería el mensaje que se escondía atrás de ese sobre? ¿Los represores estamos con vos? ¿Si llegás al poder acordate de nosotros?
Son preguntas que quedan flotando, reforzadas porque otro que e alcanzó dinero fue Raúl Granillo Ocampo, el ministro de Justicia de Carlos Menem y autor de los indultos a casi dos centenares de oficiales de las Fuerzas Armadas acusados de crímenes de lesa humanidad.
Es que en esa delicada línea, fina como un hilo a punto de romperse, se mueve Villarruel. Ella es mucho más sofisticada que los dirigente que la precedieron y que vociferaban su apoyo a los genocidas a viva voz. Entendió mejor el espíritu de los tiempos: dice que los 30 mil desaparecidos son “mitología”, que “en el 24 de marzo sólo se recuerda una parte de la historia”, que “en una guerra es legal matar al enemigo” y que a partir del golpe “la población comenzó a estar más protegida”.
Pero se cuida, al extremo, de hablar a favor o de justificar a la dictadura. No la condena -habla de “gobierno de facto”, se refiere a Videla como “presidente de facto” y dice que el terrorismo de Estado no existió- pero, con habilidad fría como el invierno de Moscú, evita defenderla.
Villarruel se mueve en ese límite. La provocación, el intento de estirar lo políticamente incorrecto hasta donde pueda, es su mejor arma. A través de sucesivas mojadas de oreja al discurso establecido sobre los derechos humanos, gracias a peleas en el panel de “Intratables” a partir del 2017 y de otros cruces televisivos, se hizo conocida. Así fue construyendo su figura.
Su gran capital político, el que le permitió ocupar el segundo lugar en la fórmula del 2021 de La Libertad Avanza, es ese: presentarse como la cara del nacionalismo duro.
“A los que me tildan de genocida, de facha, de racista, negacionista, les digo que todo eso lo recibo con una sonrisa. Son los mismos que justifican los crímenes del comunismo. No tenemos que pedir permiso ni perdón por cómo pensamos. Si defender la impunidad del terrorismo es de izquierda, señores, soy de derecha. Si votar leyes como la ley Micaela, la ley que mete el lenguaje inclusivo, si estar de acuerdo con la ideología de género que discrimina entre hombres y mujeres es de izquierda, yo soy de derecha”, dijo en el acto de cierre de campaña del 2021, mientras la multitud que estaba en Parque Lezama gritaba que “la casta se la come”.