El Gobierno cree que impidiendo por decreto que se pregunte sobre lo que el Presidente hace y gasta en Olivos, logrará poner fin al derecho de la sociedad a saber todo lo que dice, piensa y hace quien dirige sus destinos.
Que, por cierto, es una pretensión social razonable.
El Presidente es quien controla la economía nacional, las Fuerzas Armadas, las de Seguridad, el espionaje, el organismo fiscal que investiga las cuentas privadas de los ciudadanos y es quien, entre otras responsabilidades, determina las relaciones diplomáticas y eventualmente los conflictos militares con otras naciones.
En este sentido, la doctrina argentina coincide con la estadounidense.
La intimidad de los funcionarios está absolutamente limitada por el interés de la sociedad por conocer a fondo a quienes la conducen. En especial, si se trata del Presidente.
Quiénes lo visitan, qué actividades o fiestas se organizan en esa residencia que se le dio para habitar en su mandato (para saber, por ejemplo, si durante una cuarentena se realizan allí reuniones vedadas para el resto de la sociedad), qué gastos o refacciones tienen lugar, cuáles son las personas con las que convive, si tiene hijos o animales a los que considere sus hijos, cuál es la rutina de trabajo, cuál es su estado físico y psíquico, si consume o no medicamentos, si tiene alguna adicción, etc., etc.
Lo saben todos los jefes de Estado. Comandar un país conlleva honores y beneficios, pero también responsabilidades y limitaciones muy superiores a las del resto de los ciudadanos.
El miedo a que le pregunten sobre eso. El decreto que se conoció esta semana es el 780/24 que limita la ley de acceso a la información para las cuestiones que el Ejecutivo considera parte de la vida privada de los gobernantes.
Retoma el argumento del dictamen del procurador Rodolfo Barra frente a un pedido de acceso a la información de un periodista del diario Clarín para conocer datos sobre la cantidad de perros de Javier Milei, el costo de su manutención y sobre la construcción de caniles en la residencia presidencial. Barra debió expedirse rechazando ese pedido, después de que Karina Milei le encomendara oficialmente que lo hiciera.
Salvo el silencio de los dirigentes libertarios, el resto de los partidos y de las organizaciones defensoras de la libertad de expresión repudiaron el acto de censura de una norma generada durante la administración Macri y que todos los sectores siempre consideraron positiva.
Si el Parlamento no revocara este decreto, los funcionarios también podrán perseguir judicialmente a aquellos ciudadanos que pidan informaciones “de mala fe” y obligarlos a pagar una indemnización.
En su visita a la Cámara baja, y ante las quejas de los diputados, Guillermo Francos señaló que podrían revisar el decreto. Lo que fue desautorizado por Santiago Caputo, quien ya avisó que, si alguien quisiera cambiar una coma del decreto, antes debería ganar la próxima elección.
Milei, como la mayoría de sus predecesores, preferiría un mundo sin periodistas. Lo repite cada vez que puede. Ataca a los más críticos, a los independientes y hasta a los medios más oficialistas cuando lo contradicen en algo. Los insulta, los acusa sin pruebas y discrimina (como antes también lo hicieron otros) usando los recursos públicos de la publicidad oficial para premiar y castigar.
Pese a todo, en el mundo seguirá habiendo personas que se dediquen a investigar e informar. Es algo que no podrán evitar ni los Milei ni los Maduro de esta vida. El venezolano, replicando a su par argentino, acaba de reiterar que los periodistas críticos son “tarifados, comprados y mercenarios”.
Pero hay algo que Milei sí podría evitar y que lo aliviaría humanamente: revelar de una vez su costado místico, el que siempre le pidió ocultar a su entorno más íntimo, “porque si no van a decir que estoy loco”.
Porque ese es el verdadero fantasma que recorre Olivos y el origen del polémico decreto. El miedo a que le pregunten y el temor a responder.
¿Y si lo contara? Qué pasaría si Javier Milei finalmente aceptara lo que revelaron las investigaciones en la revista Noticias y en su biografía no autorizada (El Loco, editorial Planeta). Qué pasaría si se decidiera a contar lo que ya contó la veterinaria Celia Melamed, que fue ella quien capacitó a Karina Milei en la “comunicación interespecies” y que es a través de ella que él cree comunicarse con sus perros y con personas que ya no están en este mundo y lo asesoran. Qué pasaría si aceptara en público lo que sus amigos también revelaron, que su amado perro Conan falleció en 2017, pese a que él insiste en que eso no ocurrió, quizá porque para él sigue con vida al lograr comunicarse vía Karina. ¿Y si reconociera que en Olivos solo hay cuatro perros, como reveló Noticias, y explicara por qué hizo construir cinco caniles, quedando uno vacío?
Milei puede suponer que reconocer lo que le pasa les daría letra a aquellos que ya lo consideran emocionalmente inestable por sus raptos de furia y de paranoia. Pero, en términos políticos, el punto para él no es si revelar lo que cree ver y oír confirmaría algún tipo de patología psiquiátrica. El punto es si esa revelación pública le quitaría, o no, adhesión social. Y si sería considerada, o no, como una incapacidad para ejercer la jefatura del Estado.
Tal vez, para su sorpresa y la de muchos, lo que en otro momento sería considerado insania hoy ya no sea percibido así.
De hecho, esa información sobre Milei ya se conoció antes de la campaña electoral y algunos periodistas (en especial los corresponsales extranjeros) le preguntaron al respecto. Su respuesta, siempre escueta, repetía: “Lo que hago con mi vida privada no le interesa a nadie. Y si mis perros me asesoraran, entonces son los mejores asesores del mundo”. A Mirtha Legrand le dijo que la diferencia entre un loco y un genio es el éxito. En ese caso la conductora lo corrigió: “No, la diferencia es la cordura”.
Liberarse. El escándalo libertario de la semana fue el cruce entre las diputadas oficialistas Lilia Lemoine y Marcela Pagano. Esta la trató de “psiquiátrica” y la acusó de grabar videos y extorsionar con ellos. En ese bloque se asume como cierto que Lemoine, que en su momento fue pareja de Milei, tendría videos de ambos.
La oposición se regodeó durante días con la polémica. En el programa de Jorge Rial se contactaron con un exnovio de Lemoine que señaló que en un video aparecería Milei “con un brote psicótico” y que su exnovia le había asegurado que Milei “tiene poderes de superhéroe”.
Otras fuentes libertarias que dicen haber visto al menos uno de esos videos sostienen que lo que el exnovio de Lemoine llama “brote psicótico” sería uno de esos momentos en los que el Presidente consigue hablar con el más allá.
Lo cierto es que, pese a lo que el Gobierno preferiría, los periodistas van a seguir preguntando sobre estos temas. Cuanto el poder más los quiera ocultar, más curiosidad producirán. Pero si, además, fuera cierto que Milei se siente presionado por la aparición de videos de ese estilo, el problema sería doble.
Entonces, vale preguntarse: ¿no sería mejor para el Presidente tomar la decisión de salir de ese placar espiritual en el que está encerrado desde hace años por temor a que lo traten de delirante? ¿No será que un sector social ya sabe que votó a un mandatario con “normalidades diferentes” como un recurso de última instancia para cambiar la historia? ¿No será que no pasaría nada?
Es verdad, no debe ser una decisión fácil. Aunque a veces el miedo funciona como una cárcel imaginaria que cuando se la enfrenta, desaparece.
Javier Milei es apenas una herramienta que una mayoría eligió para producir un cambio profundo. Es esa mayoría la que lo debería aceptar tal cual es.
Porque él no es la causa ni el máximo responsable de lo que pasa. Es solo su dolorosa consecuencia.
De: Perfil