Los simpatizantes del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que irrumpieron el 6 de enero en el Capitolio para alterar la transición presidencial no son muy distintos de los primeros estadounidenses que recorrieron América Latina en el siglo XIX violentando la soberanía de los recientes Estados nacionales. Filibusteros, contratistas y fanáticos, aquellas bandas privadas compartían con los supremacistas blancos del 6 de enero el apoyo del gobierno. También contaban con la simpatía de partes del público, el sustento de sectores económicos y el beneplácito de grupos de la elite. Sobre todo, a ambos los une una creencia insobornable en el destino manifiesto de Estados Unidos como la nación elegida para darle forma a un mundo fundado en el comercio, la libertad individual y la primacía irrestricta de los derechos de propiedad.
La diferencia más importante, obviamente, es que los corsarios del siglo XIX iniciaron la expansión de aquel destino manifiesto a sangre y fuego en los campos de Honduras y las ciudades de Nicaragua. Los grupos de ayer, en cambio, trajeron los jirones despóticos de aquel proyecto, delirante y exhausto, a las oficinas del Capitolio.
¿Quién será el William Walker de ahora? En 1855, Walker zarpó de San Francisco, California, con 57 filibusteros -menos aún que los pocos miles que el 6 caminaron por Washington, DC- para volcar la guerra civil de Nicaragua a favor de los grupos liberales afines a negociar una mayor presencia de estadounidenses en una zona -una de las separaciones más estrechas entre los océanos Atlántico y Pacífico- convertida en un enclave comercial privilegiado. Muchos vieron la expedición, al igual que otras anteriores, como algo grotesco.
Pero en unos pocos meses, Walker y sus hombres habían ocupado el país centroamericano y destituido a las autoridades nacionales. Las andanzas del corsario empezaron a celebrarse en musicales de Broadway; General Walker’s Victories fue el más aclamado.
El gobierno estadounidense vacilaba acerca de los beneficios de aquel emprendimiento: el procurador general del gobierno -quizás como el vicepresidente Mike Pence y otros republicanos el miércoles 6- criticó las acciones de “un bucanero monomaníaco” como Walker, pero el presidente Franklin Pierce terminó por reconocer el “régimen” del filibustero. Aquella mirada desinteresada sobre esos pocos locos había durado muy poco.
Fue el chileno Francisco Bilbao quién sintetizó en un discurso al año siguiente el nuevo estado de cosas. Los filibusteros, decía, ya no representaban un pequeño grupo de locos sino el espíritu expansionista de Estados Unidos. Fue él quien exclamó: “Walker es la invasión, Walker es la conquista, Walker es los Estados Unidos”.
Los miles de activistas de ultraderecha que caminaron el 6 de enero por Washington, ¿son los Estados Unidos? Aquel discurso de Bilbao, hoy casi olvidado, dio origen al término “América Latina”, no como una denominación geográfica, sino como una identidad política en oposición a la expansión estadounidense. De aquel paso inicial surgieron ideas de soberanía política y derechos sociales opuestos a la primacía de la propiedad privada que llegaron hasta nuestros días.
Casi 150 años después del apogeo de los bucaneros, la idea de que estos grupos de apariencia pequeña y espontánea, pero que aparecen en escena como verdaderos excesos del poder, son una parte intrínseca y problemática de la identidad nacional estadounidense, no ha penetrado tan fuertemente en el pensamiento de quienes los combaten. Al contrario, el esfuerzo por interpretar sus acciones como una legado foráneo siempre va de la mano de recuperar una identidad idealizada y esencialista de Estados Unidos.
El miércoles no hubo que esperar mucho para que esto sucediera. A las 6:02 p. m., el periodista John King de CNN leyó una declaración enviada por el expresidente George W. Bush, deplorando los ataques y lamentándose porque “esta es la forma en la que se disputan elecciones en una república bananera, no en nuestra república democrática”. En las horas siguientes al mini-putsch, muchas otras analogías similares aparecieron en boca de dirigentes y periodistas indignados con el intento de impedir la ratificación de los resultados electorales.
La única lección de América Latina que nunca se mencionó es quizás la más relevante: si algo mostró la región a la salida de los regímenes de facto de los años 80, fue que la derrota de la derecha radicalizada solo es posible con programas de verdad y justicia contra los crímenes cometidos en el pasado inmediato, la expansión de derechos políticos y la redistribución de recursos económicos en áreas claves como salud o educación.
Llevar adelante cualquiera de estas políticas genera más -y no menos- conflicto. En parte por eso son lecciones despreciadas por la dirigencia política de ambos partidos en Estados Unidos con un abanico de motes: “socialismo” y “populismo” son los más prominentes. Después de ser electo por primera vez, el expresidente Barak Obama rechazó la posibilidad de promover juicios contra la administración de Bush por los crímenes cometidos bajo la guerra contra el terrorismo y llamó al país a “mirar hacia adelante”.
En un audio filtrado, la candidata demócrata en 2015, Hillary Clinton, explicó cualquier idea de seguro universal y educación gratuita como atracciones foráneas para lo que el país tendría que ir “tan lejos como Escandinavia”. La campaña electoral del presidente electo Joe Biden recogió ese legado.
El Partido Demócrata, la oposición natural a -y el blanco preferido de- los grupos de ultraderecha, ha visto crecer adentro suyo una enorme masa de activistas, votantes y dirigentes identificados con estas políticas desestimadas desde la cúpula partidaria. Alexandria Ocasio-Cortez, Ilhan Omar o Bernie Sanders son algunas de sus caras visibles. Stacey Abrams, señalada como referente del activismo de base que cambió el mapa electoral de Georgia, es otra de sus representantes. Los nuevos votantes jóvenes de todos los sectores sociales, considerados de izquierda, son una parte importante de los demócratas de hoy con una agenda que incluye (en clave latinoamericana, si uno quisiera) la eliminación de la matrícula para la universidad, el seguro de salud universal o la abolición del colegio electoral. Sin embargo, poco de todo esto se expresa en la representación partidaria o en las políticas públicas que ha anunciado Biden. Hasta hoy, la formidable estructura del partido demócrata ha sido muy efectiva a la hora de impedir que esta nueva masa de votantes e ideas modifique su programa y su discurso.
No es casualidad que el rechazo a estas ideas de izquierda se haga en los mismos términos esencialistas con los que Biden rechazaba ayer a los extremistas de derecha: “No representan quienes somos”. Es difícil definir lo que una nación es. Pero es casi seguro que sin cambios políticos radicales y sin abrazar algunas de las ideas populistas y de izquierda asociadas a sociedades democráticas e igualitarias en América Latina y el resto del mundo, los bucaneros de antes y los fascistas del miércoles 6 seguirán siendo una parte esencial de los Estados Unidos, denunciada a diario como una contaminación ajena al espíritu nacional.
Sin un cambio profundo por parte del Partido Demócrata, no sería alocado llegar al escenario en el que estos fascistas y las elites partidarias que los enfrenten se encuentren cara a cara y se griten los unos a los otros “¡USA! ¡USA!” sabiendo que los dos, a su modo trágico, tienen razón.
Por Ernesto Semán Profesor de Historia en la Universidad de Bergen, Noruega. Su próximo libro es “Antipopulismo: una historia argentina” (mayo del 2021: Siglo XXI editores).