Existe hoy en la Argentina un humor diferente al que se producía, incluso bajo el rótulo de humor político, durante los ochenta y noventa.
Un humor político que asume su carácter de militancia, que se corre de la pretensión de objetividad y que ubica sus condiciones de producción en una batalla cultural de la que decide formar parte.
Encaramos este proyecto con la intención de recuperar y contar lo que se hizo en nuestro país con el humor político a lo largo de la historia, -sin esa mirada abarcadora cualquier trabajo sería una falta de respeto-, pero también con la idea de dar cuenta de la sorprendente emergencia de un humor militante, de humoristas que rescatan sus identidades políticas e intentan producir discursos desde esas plataformas ideológicas asumidas y explícitas.
En general, acaso como un lugar común, la referencia popular al concepto de “humor político” tiene que ver con el trabajo de Tato Bores, en mayor medida, y con el trabajo de Enrique Pinti, en menor medida. Una gran tradición de humor político en Argentina parece haber finalizado en ellos en la década de 1990: de El Mosquito y Fray Mocho a la Humor Registrado, pasando por Tía Vicenta, Jajaspirina, las experimentaciones de Copi, el existencialismo de Cognigni, las sátiras de Fontanarrosa, la pintura sociológica de Quino, todo eso parece haber terminado en Tato y Pinti. Después de ellos el humor de recepción masiva fue monopolizado por el desembarco de ShowMatch a la televisión y los formatos de concursos de chistes. El humorismo político desde 1994 comenzó a quedar relegado al mundo de las imitaciones, del grotesco.
Antes, con Tato y Pinti, habían quedado relegados a la risa en torno de la corrupción: la política fue igualada a la falta de transparencia y el humor político de los ochenta y noventa se limitó a reírse de ese aspecto un tanto escandaloso –y, por sí mismo, sobresaliente− de la vida política argentina.
El resurgimiento del humor político a partir del conflicto con las patronales agrarias tuvo otros matices: lejos de las caricaturas, lejos del grotesco, un grupo de humoristas en diferentes puntos del país empezó a tomar como objeto de la risa, no ya a las figuras políticas para caricaturizarlas, sino a los conjuntos de ideas que se expresaban en torno de esas figuras. El problema para el humorista político de esta nueva década dejó de ser Menem como “personaje” para pasar a ser el menemismo, el neoliberalismo, la entrega del patrimonio, el pataleo de la burguesía ante la pérdida de privilegios.
Esa novedad en el discurso humorístico es el resultado de la revaloración de la experiencia de participación política que se vivió en Argentina a partir de 2003. La novedad es, en realidad, una recuperación, un rescate de algo que había sido aniquilado en las puertas del año 2000. No es pura casualidad que los programas de humor político desaparecieran en esta época, junto a los programas de debate político, que fueron quedando relegados al cable. Neustadt, Grondona, Lanata: de marcar la agenda política y los temas de conversación de la semana, pasaron a integrar la grilla menos rutilante de la tv por cable.
El humor político murió porque estaba muriendo la política.
El humor político vuelve a aparecer cuando la sociedad empieza a hablar de política otra vez. Pero eso sí: vuelve casi desde cero. Ya no están los humoristas que tenían un prestigio y que habían construido una carrera dentro o fuera del humor. No está Discepolín, no está Tato; los que recuperan el humor político tienen que empezar todo de nuevo. Y ahí hay un punto muy particular: el que empieza de nuevo, no tiene nada que perder y, por lo tanto, su discurso se radicaliza, va todavía más al hueso. Hay que construir un nombre, y un nombre no se construye con medias tintas.
Ese espacio de discurso irritante, de discurso libertario, de humor rebelde se abre durante la década kirchnerista porque la discusión política lo permite. Hay un punto en común entre varias experiencias de humor político de esos doce años: “Thelma y Nancy”, “Un Rubio Peronista”, Emanuel Rodríguez y “Las Pérez Correa” surgen como expresiones “en defensa” del gobierno conducido primero por Néstor Kirchner y posteriormente por Cristina Fernández de Kirchner. Aparecen como rebeldía a un discurso hegemónico opositor de esos gobiernos y que, hasta el surgimiento de los humoristas políticos, no encontraba otra resistencia que la lectura crítica por parte de los medios oficialistas.
Es un humor que nace en defensa de un conjunto de ideas, y que a lo largo de la década kirchnerista se ha mantenido también como un espacio desregulado, donde incluso se marcan las contradicciones del propio espacio defendido.
Por eso hablamos de una producción humorística que si bien logra convocatorias multitudinarias en actos y funciones, jamás llega a la consagración televisiva, a la hegemonía mediática.
Se establece entonces una tensión interesante entre ese humor que –por vez insólita– se estructura en defensa de una serie de ideas políticas que coinciden con las que defiende el Gobierno nacional, pero no siempre concuerda con las prácticas de ese mismo gobierno. Una tensión crítica que es propia del discurso humorístico: una molestia. El humor es política, pero se mantiene al margen de algunas negociaciones propias de esta. El discurso humorístico no es pragmático, no es programático, no es lineal.
Es todo lo contrario.
por Max Delupi