El vínculo de los movimientos sociales y los gobiernos sigue siendo una de las cosas menos transparentes de la gestión pública argentina. El clientelismo político es habitual, en todos los niveles de gobierno.
En esencia, el clientelismo implica que una política pública de asistencia a sectores vulnerables no se aplica, como corresponde, de manera universal -esto es, no alcanza automáticamente a todos los ciudadanos comprendidos por el programa en cuestión-, sino que, en la práctica, se la restringe a quienes quedan comprendidos por un previo acuerdo entre los referentes de un movimiento social, que hace las veces de intermediario, y el funcionario encargado de gestionar el plan.
El movimiento social se encarga de representar a miles de beneficiarios y le garantiza al gobierno de turno que sus integrantes no protestarán en las calles; por el contrario, estarán disponibles para manifestarse a favor de los gobernantes.
Por supuesto, esas negociaciones y los acuerdos consiguientes se ven favorecidos cuando las ideologías de ambas partes son más o menos coincidentes; y a la inversa, se dificultan o se caracterizan por la labilidad de los compromisos cuando las posiciones políticas no se complementan.
Ese mecanismo mantiene como rehenes a millones de personas que para recibir el beneficio establecido deben asumir como propia la posición política que negociaron los representantes del movimiento social con los funcionarios. Y quien es rehén no tiene derechos, sino deudas: le debe lo que recibe al movimiento que se lo asegura. Dice el refrán popular que la necesidad tiene cara de hereje. Ante una situación desesperante, alguien es capaz de hacer lo que no haría en otra circunstancia. Quien está sumido en la pobreza, por ejemplo, sólo adhiere al movimiento social que maneja los planes.
Así, curiosamente, desata una competencia entre los movimientos sociales, cuyos dirigentes se desviven por obtener los favores del funcionario. Y cuando no consiguen su cuota de dinero y poder, acuden a la prensa para denunciar el clientelismo político.
Allí está, como muestra, la interna de la organización Barrios de Pie. Un sector que, con Victoria Donda a la cabeza, se sumó en 2019 al Frente de Todos. Otro sector, con el liderazgo de Humberto Tumini, decidió mantenerse al margen. Ahora, el sector de Tumini denuncia que un conjunto de planes se distribuye sólo entre los movimientos sociales que apoyan al presidente Alberto Fernández. Reclama en las calles, por lo tanto, el fin del clientelismo. Por cierto, a Donda, funcionaria del Gobierno, hace un par de semanas la denunció su empleada doméstica: si renunciaba, le aseguraba un puesto en el organismo que ella dirige. En otras palabras, le cambiaba un empleo privado por un empleo público.
Como es obvio, resulta imperativo despolitizar las políticas de asistencia a la población que se encuentra por debajo de la línea de la pobreza. Pero ello sólo será posible cuando los funcionarios entiendan que no pueden administrar la caja del Estado a favor de su corriente política.