Invertir en la Argentina es una actividad no apta para mentes racionales y metódicas. Más allá de los riesgos propios de cualquier actividad económica, intentar hacer negocios en este país exige el cumplimiento de tal cantidad de trámites, recaudos, certificaciones, presentaciones y registros que cualquier inversor que puede elegir alternativas mejores cambia rápidamente el destino de su dinero.
La situación llega al extremo de que la Argentina transmite a los inversores, tanto locales como extranjeros, la sensación de que el derecho a poner un peso en el país hay que ganárselo. Un ejemplo reciente muestra el grado de distorsión al que se ha llegado en materia de absurdas exigencias. A los funcionarios que diseñan esos requerimientos, por supuesto, las consecuencias los tienen sin cuidado.
A quienes están forzados a cumplirlos se los obliga a la resignación y la frustración. Los demás huyen con sus fondos a cualquiera de los muchos lugares que ofrecen ventajas comparativas. El nuestro va camino de convertirse en un destino justamente despreciado. Los trámites para radicar una inversión exigen que, en muchos casos, el inversor otorgue un poder en favor de algún residente local (representante, asesor letrado o gestor) para llevar adelante alguno de los pasos necesarios. Hasta hace pocas semanas, eso no ofrecía mayores dificultades.
Pero ahora algún afiebrado escribiente ha comenzado a exigir desde su cómoda guarida en la fronda de la burocracia estatal, que toda vez que un inversor cite o mencione alguna norma legal argentina, esta sea transcripta, palabra por palabra, en el documento en cuestión. Así, por ejemplo, si una empresa italiana otorga a alguien de su confianza un poder en los términos de alguno de los artículos de nuestra ley de sociedades, ese artículo deberá ser transcripto literalmente en ese poder. De lo contrario, el documento será inútil.
Esto, que a simple vista parece un mero recaudo burocrático o un detalle curioso sin demasiadas consecuencias, tiene enormes y muy graves implicancias. Estas derivan de la creencia de esos funcionarios de que la falta de transcripción de los textos legales puede esconder algún engaño en favor del apoderado. Este argumento absurdo lleva a un corolario peligroso: alguna empresa inescrupulosa podría escapar al cumplimiento de la ley con el argumento de que ignoraba a qué se estaba obligando, porque las normas respectivas no fueron transcriptas íntegramente en algún documento.
Desde siempre, la ley se presume conocida por todos. En la Argentina no es así, a menos que se la copie todas las veces que sea necesario referirse a ella. Por este camino llegaremos al extremo de transcribir, en una simple partida de nacimiento, todo lo que la ley civil dispone con referencia a la persona humana. De lo contrario, nunca se sabrá si lo que ha nacido es un ser humano o una horrible pesadilla.