Europa ha sido siempre una buena idea y un mal ejemplo. Algunos activistas y pensadores negros de la primera mitad del siglo XX, como W.E.B du Bois o CLR James, pensaron que su proyecto democrático e ilustrado solo podían hacerlo realidad sus víctimas: jacobinos negros, jacobinos pobres, jacobinos indígenas, en otros lugares del planeta. En 1960, en plena guerra de independencia de Argelia, el psiquiatra franco-caribeño Frantz Fanon ya no se hacía ilusiones. En su vibrante Los condenados de la tierra consideraba que "esa gran aventura del espíritu" había detenido "el progreso de los hombres" y llamaba a empezar una nueva historia y una humanidad nueva "sin imitar a Europa", responsable de la pobreza, la muerte y la esclavitud de "cuatro quintas partes del planeta".
Europa, en efecto, ha podido dar pocas lecciones a sus damnificados: "De nosotros los civilizados", decía Anatole France, "los bárbaros solo conocen nuestros crímenes". Así lo recordaba en 1995, en una entrevista en el periódico Al-Hayat, el portavoz de la Yihad palestina: "Se nos acusa de violentos, pero los musulmanes no tuvieron nada que ver con la Primera ni con la Segunda Guerra Mundial ni con el nazismo ni con el estalinismo ni con las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki". Tiene razón. Habría que añadir, en el exterior, los imperios coloniales, cuatro siglos de esclavitud, el apoyo a decenas de dictaduras criminales e invasiones ilegales; y en el interior, esa guerra civil permanente contra los pueblos, contra las mujeres, los campesinos, los pobres, los frikis, los heterodoxos, los rebeldes. Ningún continente ha generado tanta violencia endógena ni ha esparcido tanta violencia entre las cuatro esquinas del mundo. Era lógico, pues, que muchas de sus víctimas consideraran Europa una traición a sus propios ideales y trataran de materializarlos en otros sitios, fuera de su yugo, con otra gente; y era también lógico que muchos pensaran, en cambio, que esos ideales eran precisamente la causa del mal y se propusieran construir otro modelo y otra humanidad.
Estas dos tentativas, lo sabemos, fracasaron. En el marco de la Guerra Fría, los procesos de descolonización y de democratización paralela condujeron a experiencias autoritarias vinculadas a Moscú (pensemos, por ejemplo, en los regímenes nacionalistas árabes) o a golpes de Estado promovidos desde Washington. Ni la "verdadera" Europa ni la anti-Europa emancipada fueron posibles en América Latina, Africa y Asia. Tampoco tras la derrota de la URSS. Las sucesivas olas democráticas, primero en el ámbito ex-soviético, después en el "patio de atrás" estadounidense, por fin en el mamut congelado del "mundo árabe", chocaron en distintas rompientes y viraron hacia el caos mafioso, el neosovietismo del siglo XXI o el yihadismo violento y el imperialismo regional. Tras varias extrasístoles de esperanza, los "ciclos progresistas" se han volteado, como un calcetín del revés, en un tozudo tsunami reaccionario. Ha triunfado, eso sí, el desprecio por Europa predicado por Fanon; pero lo ha hecho de manera paradójica, no como umbral de un nuevo comienzo y un "hombre nuevo", sino, al contrario, como retorno de atavismos identitarios, tribalismos mafiosos y carismas autoritarios: lo más viejo -es decir- de todos los mundos. Europa, como quería Fanon, ya no es un modelo; nadie quiere imitarla; todos desconfían de sus "valores". La victoria de Trump en 2016 marca, en este sentido, un parteaguas decisivo en la medida en que este desprecio por Europa se instala ahora en los EEUU -que ha sido su colofón, su aliado y su capo- y desde allí da el salto a la propia Europa. Europa como "idea" se desconecta del resto del mundo y de parte de su propia población; queda aislada en un planeta en crisis que se desentiende cada vez más del Derecho y la democracia.
¿Merece Europa este desprecio? Sí. ¿Puede salir algo bueno de él? No. Europa ha sido el continente más violento del planeta, es cierto, pero no hay que olvidar que, contra esa violencia, interior y exterior, mujeres, campesinos, frikis, marineros, esclavos, proletarios, sacerdotes, filósofos y rebeldes inventaron y conquistaron, como productos inalienablemente europeos, la división de poderes, la libertad de conciencia y de expresión, la libertad religiosa, la libertad sexual, los derechos laborales y civiles, el Derecho internacional. Rusia, China, la India, los propios EEUU no están cubriendo el hueco para hacer realidad estos valores traicionados por la hipócrita Europa; ni inventando tampoco una realidad más democrática y liberadora. En otros tiempos, los europeos de izquierdas mirábamos fuera con esperanza, buscando alternativas más o menos fundamentadas o ilusorias. Hoy no las hay. O Europa o Europa. Con un poco de claustrofobia y mucho escepticismo, estamos obligados a preguntarnos, pues, qué queremos hacer con ella.
De la guerra civil europea, contra la guerra civil europea, nació tras la II Guerra Mundial lo que sería primero la Comunidad Económica Europea y luego, a partir de 1993, la Unión Europea. Su nacimiento fue ambiguo, como una quimera griega, mitad hombre mitad caballo. Nacida para evitar una nueva confrontación franco-alemana, fuente de todas las violencias intracontinentales del último siglo, dejó enseguida el "espíritu del 45" que había impregnado el proyecto inicial; venció, digamos, la declaración Schumann a la declaración de Ventotene, claramente federalista y socialmente igualitaria. Se apostó por el "carbón y el acero" como garantías de paz y de democratización y, si el primer propósito se alcanzó, la revolución neoliberal de los años 80 socavó al mismo tiempo la relativa igualdad social y las propias instituciones democráticas. Su alargamiento desordenado tras el fin de la Guerra Fría y bajo la tutela estadounidense, aceleró una erosión de la que el Brexit, en 2020, fue al mismo tiempo expresión y espuela, inseparable -por lo demás- del crecimiento electoral de la ultraderecha y de la consolidación de regímenes iliberales en la periferia (Hungría y Polonia). Cuando la pandemia primero y después la guerra en Ucrania se abatieron sobre el continente, la UE estaba ya en un atolladero, minada por los soberanismos nacionales, las políticas del Banco Central Europeo y la incapacidad de gestionar de manera coordinada la crisis de los refugiados, la política fiscal y la acción exterior; o de estar a la altura de sus propios baremos en materia de DDHH. A finales de la segunda década del siglo, Europa era poco creíble en el exterior y también poco creíble para muchos de los ciudadanos europeos.
Ahora bien, estas terribles crisis solapadas nos han enseñado, contra la pared, dos cosas: que necesitamos a la UE y que necesitamos otra UE. La reacción frente a la pandemia, con la creación de los Fondos Europeos, e incluso la rápida reacción frente a Rusia, con sus dudosas sanciones selectivas, demuestra que no hay ningún destino ni en el neoliberalismo austericida ni en el soberanismo identitario. Europa fue y puede volver a ser una decisión política. La pandemia y la guerra de Ucrania ofrecen la oportunidad para repensar nuestras instituciones y nuestras políticas. Esto es lo que propone, por ejemplo, Enrico Letta, exprimer ministro italiano y secretario general del PD, en un largo artículo publicado en Il Foglio el pasado 11 de abril. Letta dice que, "para ser potencia de valores" y "estar a la altura de los desafíos", Europa tiene que "llevar la integración a un nivel superior" y para ello debe realizar de una vez "siete uniones" pendientes: en política exterior, en los procedimientos de adhesión de nuevos miembros, en protocolos de asilo y acogida, en seguridad energética y militar, en redistribución de recursos, en política sanitaria. Se pueden añadir otras propuestas de "unión" y se deben discutir los detalles, pero es difícil no estar de acuerdo en que la única posibilidad de sobrevivir a este solapamiento de crisis en cadena es la de reforzar la Unión frente -al mismo tiempo- Rusia, China y los EEUU; y frente a la tendencia oligárquico-mafiosa que se impone, como regla económica, en el mundo. O lo que es lo mismo: la única posibilidad de supervivencia es justamente la de volver a "nuestros valores", encarnados en ese proyecto original de una Europa federal, social e independiente cuyo abandono en las últimas décadas, mientras nos acostumbrábamos a ser europeos, nos convertía en europeos descontentos. En esa misma dirección apunta el papa Francisco, nuestro último revolucionario, en una "carta sobre Europa" firmada el 22 de octubre de 2020, en plena sacudida pandémica: "Europa, reencuéntrate a ti misma; reencuentra tus ideales, que tienen profundas raíces", dice, para recordar a continuación que no se trata de "recuperar una hegemonía política o una centralidad geográfica" sino de generar una verdadera "comunidad", hospitalaria, fraternal, solidaria, capaz de responder, al mismo tiempo, a la desigualdad económica, a la violencia planetaria y a la destrucción ecológica.
Europa ha sido, sí, una buena idea y un mal ejemplo. Para que la idea sea de nuevo creíble debe convertirse por fin en un buen ejemplo. No es por apego a la idea -que en todo caso me gusta- ni por continentalismo chovinista; ni, desde luego, por antinacionalismo español. No me importaría encontrar realizada esa "idea" en otro sitio; o que ideas mejores se encarnasen por fin en modelos superiores de gestión y de gobierno. No los hay. Frente al "hombre nuevo" y al "nuevo comienzo" de Fanon, Europa tiene la ventaja, en medio de las ruinas, de que ya está "empezada" y de que conserva aún, como la cama el calor de los cuerpos que se han amado en ella, la sombra de irrenunciables derechos conquistados, a lo largo de siglos de lucha, contra los inquisidores, los generales, los oligarcas y los tiranos (los cuales vuelven ahora a ganar terreno). La pandemia y la guerra de Ucrania nos dan una oportunidad para repensar Europa, en un mundo sin alternativa, como única solución a las guerras y cómo único refugio posible de perseguidos, soñadores, frikis y deslenguados. No la aprovecharemos. Ni nuestros dirigentes ni sus oposiciones -de derecha y de izquierda- parecen comprender lo que está en juego. Seamos realistas: no podemos permitirnos la revolución mundial. Seamos realistas: no podemos permitirnos la renuncia a una Europa democrática, social y de Derecho. Ni los europeos ni el resto del mundo.
Por: Santiago Alba Rico