En los albores criollos de la pandemia de coronavirus, un funcionario santafesino (Marcelo Sain) deslizó en un tuit que era una enfermedad “de chetos”.
Seguramente no conocía la historia del primer muerto por Covid-19 en nuestro país, Guillermo Abel Gómez, un recolector de basura y militante peronista que en la década del ’70 actúo en las villas de emergencia. Cuando llegó la dictadura militar logró exiliarse en Europa junto a Nelly, su pareja, a quien habían secuestrado poco tiempo antes. Con la Democracia retornó a la Argentina, pero parte de su familia permaneció en Francia. Precisamente había viajado allí para visitar a una de sus hijas, nacida en París. Regresó del 25 de febrero y tres días después comenzó a sentir los primeros síntomas: fiebre y dolor de garganta. Una vida dura -ni aquí ni allá las cosas fueron fáciles para él- había dejado secuelas: era diabético, hipertenso y tenía insuficiencia renal. Llamó al 107, pero como la ambulancia no llegaba, un amigo lo cargó en un taxi y lo llevó al hospital Argerich. Allí falleció, el 7 de marzo. Recién en la autopsia se determinó la causa de su muerte.
Los primeros casos de coronavirus entraron por Ezeiza. Hasta el 11 de marzo, todos los diagnósticos de Covid-19 que dieron positivo fueron de aquellos que habían regresado desde el exterior. El 12 de ese mes se registraron los tres primeros infectados por ser contactos estrechos. Poco más de un mes después, el 14 de abril, éstos superaron a los importados. Y hubo que esperar hasta el 16 de junio para que los contagios por circulación comunitaria fueran más que los estrechos y los importados. El segundo argentino que murió, sin embargo, no lo hizo en nuestro país, sino en Madrid, España. Fue el saxofonista Marcelo Peralta, el 10 de marzo a los 59 años. Era el auge de la pandemia en Europa. El 13 de marzo se produjo el segundo fallecimiento en territorio argentino. César Cotichelli, un hombre que había regresado de un viaje por Egipto, Turquía y Alemania, sucumbió al virus en el sanatorio Femechaco de la ciudad de Resistencia, Chaco.
Enseguida, en la Argentina supimos de la implacable contagiosidad del coronavirus. Eric Luciano Torales, un joven empleado bancario oriundo de Moreno, había vuelto desde los Estados Unidos el 13 de marzo, cuando ya un decreto presidencial señalaba la obligatoriedad de aislarse durante 14 días a todos los llegados desde el exterior. Lejos de cumplir con el mandato, el joven asistió a la fiesta de 15 de su prima. Allí, mientras bailaba despreocupadamente, infectó a unas 15 personas. Entre ellos a su propio abuelo, Luis María Suárez, de 78 años, que murió el 1 de abril. Poco después de la fiesta, Torales ingresó con síntomas de coronavirus en la Clínica Adventista de Belgrano. Allí fue hisopado y dió positivo. El muchacho fue procesado por el juez Néstor Barral, quien lo dejó bajo arresto.
La espeluznante, mortífera cadena que enhebra el coronavirus en su multiplicación tuvo su correlato en Chaco, una de las provincias más castigadas. Ana María Tonzar, una abogada de 63 años, fue una de las víctimas. Su hija, Celeste, le contó a Infobae cómo llegó el Covid-19 a ella y a su madre. Fue entre risas y brindis en su propia casa, y directamente de una de las dos “pacientes cero” de la provincia, las primeras que ingresaron el virus: una becaria de 34 años de la carrera de geografía de la Universidad Nacional del Nordeste, que había viajado a Rusia junto con su madre, una pediatra de 71 (la justicia estableció un estricto cerca sobre sus identidades, pero las iniciales de sus apellidos serían M. y P.), hicieron escala en Madrid, arribaron en avión a Paraguay y luego, por tierra, llegaron el viernes 28 de febrero a Resistencia. Esa misma noche iniciaron la ronda de contagios, que empezaron en la casa de Tonzar. Según la investigación judicial, habría dos casos de muertes por contactos estrechos y unos diez contagios sin desenlace fatal. Ambas están imputadas por el delito de propagar una enfermedad (artículo 202 del Código Penal). Patricio Sabadini (fiscal federal de Primera Instancia) y Federico Carniel (fiscal general ante la Cámara Federal de Apelaciones de Resistencia), pero aún la jueza federal Zunilda Niremperger no dictó el procesamiento.
Celeste tuvo síntomas antes que su madre y que la “paciente cero”. Comenzó el aislamiento en su propia casa el 10 de marzo, el día en que se enteró que su amiga era sospechosa de tener Covid-19. Y mandó de inmediato a su madre, que sufría artritis reumatoide, a la clínica donde quedó internada de inmediato. “Ni la pude ver. Como te dije, me sentí muy mal días antes que ella, tuve fiebre alta, dolor de ojos, chuchos de frío, pero después me recuperé”, contó entre lágrimas. Ana María estuvo, al principio, en una sala común, donde le colocaron suero. Como se ahogaba, la trasladaron a terapia intensiva. Pero fue tarde. Falleció el 31 de marzo.
Ese mismo día murió la primera médica en contagiarse en el país. La que inauguró la triste nómina en la provincia de La Rioja. Una mujer humilde que había superado mil escollos para llegar a ejercer su profesión. Liliana del Carmen Ruiz tenía 52 años, era hija de un panadero y una empleada doméstica. Durante su infancia jugaba con muñecas de trapo. A los doce perdió a su mamá, que murió de cáncer. Cuando terminó el secundario, se fue a estudiar a Córdoba: vivió de pensión en pensión, con un poco de ayuda económica de su padre y tomando sopa todas las noches para no gastar. A los 20, en plena cursada, le diagnosticaron un cáncer en el cuello de útero, que la obligó a poner en pausa la carrera. Pero no se dio por vencida. Cuando el Covid-19 la sorprendió trabajaba en el Hospital Vera Barros y, además, en la Clínica Mercado Luna.
Allí la internaron el 20 de marzo por problemas respiratorios. Liliana padecía celiaquía y artritis reumatoidea, y en los estudios que le practicaron diagnosticaron dengue. Con el correr de los días, al ver que la mujer no mejoraba, le hicieron un hisopado para descartar coronavirus. El domingo 29 llegaron los resultados desde el Instituto Anlis Malbrán, y fueron sorpresivos. Dio positivo. No había viajado al exterior ni había estado en contacto con personas contagiadas. El martes 31 de marzo a las 00:35 horas de la madrugada, murió. Fue uno de los casos más sorpresivos.
Pero al margen de su caso, los médicos y enfermeros, por estar en contacto directo con la enfermedad, sufrieron un duro castigo por parte del coronavirus. Dos días más tarde, en el Chaco, murió Francisco “Paco” Marín. Tenía tres hijos, era cardiólogo y el director de Salubridad de la Municipalidad de Resistencia. De 60 años, era un paciente de riesgo: padecía diabetes. Entre sus pacientes estaba Ana María Tonzar. Cuando tuvo el resultado, prefirió recuperarse en su casa. Pero su estado se agravó y fue internado en el sanatorio Femechaco. En apenas seis días falleció.
El coronavirus permanece quieto, excepto cuando ingresa al cuerpo. Somos nosotros los que vamos hacia él. La que avanzó como una niebla invisible sobre los profesionales de salud fue la enfermedad. Un ejemplo fue lo sucedido alrededor del padre y el abuelo del futbolista Walter Montillo, que decidieron transcurrir la cuarentena en la quinta que la familia tiene en Brandsen desde hace ocho años. Allí iban, desde su casa en Lanús, dos veces por mes a disfrutar lo que su hijo les había regalado a fuerza de talento. Oscar Montillo, de 92 años, se atendía con el doctor Daniel Navarro, su médico de cabecera, en el Instituto Médico Brandsen (IMB). Navarro, director de ese centro de salud, hacía lo propio con Walter Oscar, de 61, y con Marta, su esposa. Los tres estaban desde el 19 de marzo en esa localidad bonaerense. El 27 de marzo, el abuelo llegó con fiebre y quedó internado en la clínica. Le dijeron que tenía una infección urinaria. Murió el 1° de abril. El 31 de marzo, después de visitar a su padre, Walter Oscar levantó temperatura. También fue internado. Era paciente de riesgo. Y murió el 7 de abril. El certificado de defunción era similar al de su padre: un problema cardiológico.
Sin embargo, 72 horas antes de esa muerte se había enviado a testear la muestra de Walter Oscar para saber si tenía coronavirus. El resultado positivo llegó el mismo día del fallecimiento, apenas horas después. Aparentemente, ni Marta -la mujer- ni a los empleados del instituto y los de la funeraria estaban al tanto de esa posibilidad. Y el Municipio de Brandsen inició una acción penal contra la clínica por negligencia.
Uno de los dos enfermeros que atendía a Montillo en el Instituto Médico Brandsen era Silvio Cufré. Un día antes de la muerte del padre del futbolista debió ausentarse del trabajo antes de terminar su turno: se sentía mal. Llegó a su casa, en Alejandro Korn, y se durmió, agotado. Como el malestar continuó al día siguiente, llamó a la clínica donde se empleaba y le explicó a Navarro los síntomas que tenía. El médico no le ofreció, siquiera, enviarle una ambulancia a su empleado. Cufré se despidió de su familia, le dijo a sus hijos que iba a hacerse un chequeo y volvía, se tomó un remis para llegar a Brandsen y, al arribar, fue internado. Cuando la clínica cerró por el escándalo con Montillo, lo trasladaron al hospital de Cañuelas. Ya estaba muy grave. Entró en coma inducido y el 18 de abril, murió. El primero entre el personal de salud de la provincia de Buenos Aires. En mayo, médicos, enfermeros y auxiliares llegaron a ser el 17% del total de infectados que había en el país. Con el aumento de casos generales, ese porcentaje fue decreciendo. Hoy, según información del Ministerio de Salud de la Nación, llega al 8 %.
En pleno aislamiento, con gran parte de la población “en casa”, uno de los fenómenos televisivos fue una serie de Netflix llamada Casi Ortodoxa. En ella se retrata esa comunidad que profesa la religión judía. Y casi al mismo tiempo, desde los Estados Unidos comenzaron a llegar videos y noticias sobre la cantidad de muertos que tenía ese sector: unos 700 en pocos días, muchos por desobedecer el “stay home” de Nueva York y participar de celebraciones religiosas y entierros. En nuestro país, la comunidad judía ortodoxa tuvo un comportamiento distinto. Los templos fueron cerrados, las celebraciones se hicieron puertas adentro y hasta los ritos funerarios adoptaron pautas diferentes: los cadáveres se llevan directo al cementerio, sin el lavado ni las mortajas que impone el rito. Pero el virus, como el agua, siempre encuentra un resquicio donde filtrarse.
El miércoles 1 de abril falleció el rabino Gabriel Yabra, de 55 años, en el Instituto Agote. Fue la primera víctima fatal de la comunidad judía ortodoxa argentina argentina. El religioso sufría diabetes e hipertensión, y se contagió a través de su madre, Teresa, de 79 años, que estaba internada en el Instituto Argentino del Diagnóstico y Tratamiento (IADT), en principio, por una fractura. Desandar el sendero del virus llevó, entonces, a buscar el origen de la infección: se especuló que la mujer habría estado en contacto con un recién llegado desde el exterior. Otra posibilidad era una infección intrahospitalaria. De acuerdo con la familia, en el IADT había estado internado el tercer fallecido por coronavirus del país, un hombre de 64 años que murió el 18 de marzo. Y sospechan que el contagio de Yabra se habría producido cuando la fue a visitar.
Cuando llegó al hospital, Yabra fue diagnosticado con laringitis. Esa misma mañana había ido a visitar a su padre, Roberto, de 85 años, que también estaba infectado por haber estado en contacto con su mujer, pero lo desconocía. A Gabriel lo internaron dos días después. Su sobrino contó que " el cuerpo no le respondía al respirar”. Cuando le hicieron el test de coronavirus dio positivo. Nunca se pudo recuperar. Y murió. Roberto, su padre, ingresó con una infección urinaria en el CEMIC y fue hisopado por protocolo: tenía Covid-19. Corrió la misma suerte que su hijo; durante ocho días estuvo intubado en terapia intensiva. Falleció el jueves 16 de abril. Toda la comunidad rezó por ellos, por su recuperación. La oración es poderosa, pero el destino de cada uno es el último en mostrar las cartas.
Así como llegaron los casos importados, el país no se privó de traer un muerto por Covid-19 desde el extranjero. Elías Masri, argentino de nacimiento, empresario inmobiliario, murió el 7 de abril de 2020 a sus 91 años. Su vida se apagó en su piso de la calle 47 y la Segunda Avenida de Nueva York. La zona más golpeada por el coronavirus. La religión que profesaba -la judía- prohíbe la cremación. La funeraria de la calle Madison que se hizo cargo del cuerpo lo embalsamó y entregó a sus familiares el certificado de defunción. En la primera hoja, el documento señalaba que el fallecimiento era por causas naturales. Y en el reverso, precisaba el verdadero motivo: “Colapso respiratorio, COVID 19”.
El deseo del hombre era que sus restos descansaran en la Argentina. Así lo acredita el obituario que se publicó en The New York Times. El obstáculo era que, para trasladarlo, no debía constar la muerte por una enfermedad infectocontagiosa, como el Covid-19. El 18 de abril, en un vuelo de Aerolíneas Argentinas que repatrió a 243 varados en aquel país, ubicado en la bodega, Masri -el cuerpo embalsamado de Masri-, regresó a la Argentina. El féretro estaba herméticamente sellado. Los funcionarios de Sanidad de Fronteras que cotejaron los datos detectaron irregularidades, le negaron a la familia la posibilidad de retirar el cadáver y el cajón quedó en Ezeiza. El Ministerio de Salud hizo la denuncia judicial en los tribunales federales de Lomas de Zamora, y la investigación está en curso. Y Marsi, como lo deseaba, en su país.
Como suele suceder, la repetición de un hecho sepulta la conmoción que producía al principio. La avalancha de las cifras de muertos fue aletargando el interés por conocer sus historias. Pero hubo dos casos que sacudieron esa modorra: la muerte de la víctima más pequeña, y la acaso heroica de una referente de la Villa 31. Entre los 18 decesos informados en el reporte del Ministerio de Salud del 10 de junio, conmovió el de Dalma López, una nena de apenas 7 años que vivía en San Vicente y estaba internada en el Hospital Garrahan. La menor, trascendió, padecía fibrosis quística pancreática, una enfermedad que afecta a las células que producen la mucosa, el sudor y los jugos gástricos. El diagnóstico de Covid-19 lo había recibido a mediados de mayo y hasta había llegado a negativizar el virus, pero su condición previa provocó el triste desenlace, que ocurrió dos días antes de ser informado en forma oficial.
Se sabía, desde que el coronavirus llegó al país el 2 de marzo, que el talón de Aquiles del sistema sanitario podía estar en los barrios populares. El 3 de mayo, en un video difundido por la organización barrial La Poderosa, Ramona Medina, vecina y referente de la Villa 31, denunciaba: “Nos piden que nos higienicemos, que nos lavemos las manos, que tengamos mayor cuidado, que nos pongamos tapabocas, que no salgamos a la calle ¿Y con qué lo hacemos si no tenemos agua?”.
Ramona, 42 años, diabética e insulino dependiente, vivía en una vivienda sin agua junto a su pareja, sus hijas Maia y Guadalupe (que tiene Síndrome de West y Síndrome de Aicardi, no puede hablar ni comer ni sostener su postura sin ayuda y requiere oxígeno todas las noches) su cuñada de 62 años, su cuñado de 68, su sobrino con problemas cardíacos y su sobrina diabética. Una semana después de su S.O.S., fue diagnosticada con Covid-19 e internada en grave estado, sedada y conectada a un respirador en la terapia intensiva del Hospital Muñiz. Fuerte como era, el domingo 17 de mayo, Ramona murió. Sola, como todos los que mueren por coronavirus, sin una mano caliente que sujete la suya, aún tibia.
Hasta hoy, en los barrios populares de la Capital Federal -como el que vivía Ramona- hay 7113 casos positivos de Covid-19. Y, como ella, 73 personas fallecieron. Argentina llegó a los mil muertos. Exactos. La rueda seguirá girando, impiadosa, hasta que aparezca una vacuna. En este mismo instante, un médico puede estar desconectando a un ser humano de un respirador y firmando su defunción. Un número, por más redondo que sea, es apenas un mojón donde descansar la mirada un momento. Para rezar por los que se fueron. Quizás hasta soltar alguna lágrima. Y recordar, sobre todo, que más allá de las discusiones sobre cuarentenas, permisos, exceptuados, esenciales, barbijos, runners, la vuelta del fútbol, un metro y medio o dos de distancia social, la duración del virus en la ropa, el alcance de un estornudo o la dosis exacta de lavandina y alcohol necesarias para desinfectar, la tragedia de esta pandemia de Covid-19 se define ahí, en el nombre de cada muerto. Que descansen en paz.
Producción: Nicolás Spalek y Estefanía Carlojeraqui