Una vez más pareciera ser que las negociaciones entre el Fondo Monetario Internacional y el Gobierno están llegando a buen puerto y la firma de un acuerdo sería inminente. Vale recordar que, en realidad, dada la magnitud sin precedente del crédito que el FMI le aprobó a Cambiemos (el más grande de la historia del organismo), llegar a un acuerdo que sea sostenible en el tiempo implicaría que el Fondo se pusiera creativo y nos diera alternativas por fueras de las preestablecidas. Nada que no haya hecho en el acuerdo de 2018, cuando vulneró prácticamente de pies a cabeza sus estatutos. Esta vez no fue. Con lo que, incluso en el mejor de los casos, estaremos en presencia de un acuerdo “second best”.
Veamos primero cómo hubiese sido ese “acuerdo idea”, para después meternos de lleno en lo que efectivamente se está negociando y qué cosas definirán si lo que acordamos es un “buen” acuerdo.
Un “acuerdo ideal” tendría que permitir que Argentina crezca y no se le acumulen grandes vencimientos de deuda en el mediano plazo. La situación para garantizar esto es compleja por dos razones: en primer lugar, Argentina ya tiene un cronograma de pagos abultados a partir de 2024 con privados, es decir: sin considerar el FMI. Pero, aparte de eso, la deuda con el FMI es de tal magnitud que cualquier cronograma de pagos calzaría vencimientos con el organismo en años donde la deuda con privados es muy grande.
En criollo: un acuerdo, para que se pueda pagar, requiere plazos de devolución de 20 años o más, con un período de gracia que abarque también al próximo gobierno. Asimismo, no debería tener mayores exigencias macroeconómicas, principalmente en el frente externo (quitar regulaciones o devaluar). En materia financiera, no debería aplicarse ningún tipo de “sobretasa” y habilitar la posibilidad de que otros países que han devuelto sus DEGs puedan prestarlos a países en situaciones como la de Argentina. Un acuerdo con todas esas condiciones sería ideal porque permitiría al país crecer y cumplir con todos sus compromisos de deuda, tanto con privados, como con el propio organismo.
Volviendo al terreno de la realidad, daría toda la impresión de que el FMI no quiere dar prácticamente ninguna de las facilidades que mencionamos anteriormente. Con lo que la discusión pasa ahora a un segundo nivel. El plazo será, muy probablemente, 10 años con 3 de gracia sobre el capital. Dentro de ese esquema, la bondad o no del acuerdo residirá en los siguientes puntos:
-El no-pago de sobretasas: el organismo pretende cobrarle a Argentina 300 puntos base más que su tasa normal, 200 puntos base porque el préstamo supera el 187 por ciento de nuestra cuota de miembro y otros 100 puntos básicos por haber estado en esa situación por más de 3 años. Negociar este sobrecargo implicaría ahorros por más de 7 mil millones de dólares al país.
-Devolución de DEGs: a lo largo de la negociación el país continuó pagando el cronograma establecido. Sería positivo para el país recuperar todos esos pagos que fueron realizados como señal de “buena voluntad” en la negociación, pero que de reestructurarse se habrían pagado de más. Ahí sumamos otros 5 mil millones de dólares, aproximadamente.
-Cláusula Pari Passu: si bien el FMI no dará mayores concesiones hoy, incluir esta cláusula en el acuerdo nos permitiría garantizarnos que si, en un futuro, el FMI crea una nueva línea de asistencia con mejores condiciones (está en agenda) nuestro país sea incluido en la misma de manera automática.
-Condicionalidades económicas: en este punto la discusión es muy amplia, pero el foco debe estar en evitar que el FMI nos imponga un sendero de normalización fiscal muy agresivo o nos obligue a quitar regulaciones cambiarias o devaluar el tipo de cambio oficial para cerrar la brecha “desde abajo”. Toda condicionalidad que impida crecer o pueda generar inestabilidad cambiaria debe ser evitada.
En conclusión, la negociación se estiró bastante más de lo que se esperaba y hoy firmar el acuerdo lo antes posible es para Argentina una forma de descomprimir las expectativas y despejar el horizonte de dólares en el corto plazo. En ese contexto, el país intentará acordar el mejor “second best” posible, pero en la mayoría de los escenarios el FMI terminaría imponiendo su objetivo: firmar un acuerdo que nos mantenga dentro del organismo y nos obligue a volver a sentarnos a discutir en unos años.
Solo puede interpretarse el probable acuerdo con el FMI como el “mal menor” frente a la escasa viabilidad social y política de plantear la cesación de pagos. Se trata de transitar el sinuoso camino para la resolución de la crisis de la deuda que incubó el gobierno de Juntos por el Cambio y que tuvo su primer capítulo en el canje con privados que se efectuó el año pasado cuyo resultado, en especial en lo que concierne a la restructuración bajo ley nacional, distó de ser satisfactorio (la quita nominal total fue de 27,4 por ciento para la deuda bajo ley extranjera y de solo el 7,5 por ciento para la de ley nacional). De allí que, más allá de los condicionamientos que busque imponer el Fondo y que el gobierno actual procure impedir, la cuestión de fondo es la restricción al crecimiento derivada de la carga de vencimientos de la deuda.
Si se supone que se obtengan cuatro años de gracia para la amortización del capital con el FMI -es decir, que se empiece a pagar el capital de la deuda en 2026- y que no se logre reducir la sobretasa en los intereses, la estimación de los vencimientos totales en moneda extranjera, incluyendo a los privados, se ubicaría en promedio en torno a los 9.500 millones de dólares en el período 2022-2025 y saltaría a 22.000 millones en 2026-2031. De esto modo, en el mejor de los casos se postergaría la crisis de la deuda, estrategia similar a la desplegada con el canje a los privados, a menos que un importante crecimiento de las exportaciones garantice las divisas para afrontar los vencimientos del primer tramo (2022-2025) y al mismo tiempo permita acumular reservas para los abultados compromisos posteriores.
Un ejercicio simple permite advertir que para crecer tan solo al 2 por ciento anual y conseguir los dólares que se requieren tanto para las importaciones como para afrontar los vencimientos en moneda extranjera, el saldo comercial debería rondar los 14.000 millones de dólares anuales en el período 2022-2031 y para alcanzar ese nivel las exportaciones deberían crecer al 5 por ciento anual. En sí mismo se trata de una tarea compleja pero plausible si se considera que las ventas al exterior crecieron, en circunstancias distintas, al 13,6 por ciento anual entre 2003 y 2011. Sin embargo, ello demandaría sostener durante todo ese período los controles cambiarios a la formación de activos externos y a la remisión de utilidades al exterior y profundizarlos en lo que respecta a la balanza de servicios y a las divisas disponibles para los vencimientos de la deuda contraída por el sector privado. Asimismo, se requeriría una importante refinanciación de la deuda en moneda extranjera que es más posible lograr en los años previos a 2025 que en los posteriores. Así y todo, esos esfuerzos alcanzarían para arribar a un bajo nivel de crecimiento económico (en el ejercicio del 2 por ciento anual). Tal es así que en 2031 el PIB per cápita sería 1,3 por ciento inferior al de 2015.
Este ejercicio teórico es un simple esquema de análisis que permite dimensionar las exigencias significativas que supondría el acuerdo con el FMI si se hiciera sin lograr estirar los plazos por encima de los 10 años, sin eliminar la sobretasa de interés o, incluso, sin cuestionar el exceso del crédito que hubiera correspondido por estatuto (alrededor de la mitad de los 44.500 millones de dólares) bajo el argumento de que el inédito desembolso con finalidades políticas se utilizó para financiar la fuga de capitales al exterior. Al respecto, vale apuntar que desde mediados de 2018 a fines de 2019 la formación de activos externos fue de 45.100 millones de dólares, monto casi idéntico a los desembolsos del FMI en ese período. Ello implicaría “patear el tablero” en la negociación que sin duda es un desafío complejo, pero cuya dificultad no sería más riesgosa que la que se desprendería de no hacerlo.
De:Leandro Ziccarelli Investigador del CONICET y del área de economía de la FLACSO.