Cuando hace casi 30 años la teoría de Francis Fukuyama, expuesta en su libro “El fin de la historia y el último hombre” era de lectura imprescindible en todo el mundo, la Argentina no había cumplido una década desde el retorno a la democracia. Fukuyama anunciaba el fin de las ideologías como consecuencia de la culminación de la Guerra Fría y el triunfo del liberalismo como paradigma rector de las democracias de libre mercado.
Tras la relectura de esa premisa del autor estadounidense, de origen japonés, se puede comprobar una vez más que las teorías políticas, y de todo orden, no son generalizables y que la evolución del mundo en el siglo XXI, en plena ebullición, tiene características particulares en cada región del planeta.
De lo contrario es difícil de explicar el resultado de las últimas elecciones presidenciales en la Argentina. Lo distintivo no fue el triunfo de Fernández por ocho puntos porcentuales, sino el 40 por ciento de los votos obtenidos por Macri.
En la Argentina, y sin formular ningún juicio subjetivo, con todos los indicadores macroeconómicos empeorados en los últimos cuatro años, Fukuyama debería ser invitado para analizar este fenómeno criollo donde las ideologías están lejos de sucumbir porque la historia continúa. Pese a una inflación proyectada para este año de un 45 ó 50 por ciento, el desempleo en dos dígitos, la pobreza que alcanza al 40 por ciento de la población, una economía en recesión y un endeudamiento de magnitudes inexplicables, el voto de casi once millones de argentinos a Macri (Fernández obtuvo casi 13 millones) es notablemente ideológico pero también pasional.
Cuando a un peón de taxi que apenas gana para sobrevivir y trabaja doce horas diarias le preguntaron por qué había votado a Macri, respondió que lo hizo por su rechazo al peronismo. Las variables de la economía fueron eclipsadas por lo ideológico y la animadversión de lo que tenía enfrente para elegir. Y ese sentimiento se multiplicó por millones.
Pero todo esto ya es historia. No lo es el país dividido que comenzará a gobernar Fernández a partir del 10 de diciembre. Una Argentina con enormes dificultades económicas y con un abismo irreconciliable en el campo del pensamiento.
Para complicar más las cosas, Fernández tuvo que hacer su primera visita como presidente electo a México porque el gobierno de Brasil lo repudia, una insensatez (aunque le hubiera gustado) en la que ni siquiera ha incurrido Donald Trump. Es muy probable que Jair Bolsonaro, si hubiese existido políticamente en la década del 30 en Europa, hubiera adherido al nazifascismo y salido a la caza de minorías “indeseables” a las que culparía de todos los males. En realidad, el ex candidato a vicepresidente, Miguel Angel Pichetto, tal vez hubiese hecho algo sumilar con la ayuda de la “Joseph Goobbels argentina”, la inefable Elisa Carrió que por el bien de la democracia anunció su retiro.
Fernández se encontrará con innumerables problemas, a los que le deberá sumar la relación con Brasil, que más allá del nefasto personaje que lo preside, es el principal socio comercial de la Argentina. Pero su principal desafío será encontrar el camino político y económico para cerrar el círculo recurrente de las crisis permanentes. Algo se ha avanzado en lo político. Todo indica que Macri será el primer presidente no peronista que terminará su mandato sin irse antes del poder en medio de un caos o echado por un golpe militar. No es un dato menor, pero que debería ser complementado con una sustentabilidad socioeconómica que no haga de los cambios presidenciales una batalla campal permanente entre los argentinos.
Tal vez Chile, el “ejemplo” de la democracia liberar por excelencia del cono sur desde el fin del pinochetismo, marque un antes y un después en la política regional. Los levantamientos civiles sin líderes claros a la vista desde hace tres semanas son fenómenos a interpretar con mucho cuidado. Durán Barba, Marcos Peña y otros “especialistas” que venden humo con el coaching no serían los más indicados.
En Chile se ha expresado una sociedad cansada de la desigualdad pese a que los datos macroeconómicos son excelentes, los pobres son un diez por ciento de los que hay en la Argentina y no hay inflación. Pero la humillación por la enorme brecha en la calidad de vida y las diferentes oportunidades de crecimiento entre la población hizo estallar una caldera que venía calentándose desde hace tiempo. ¿Qué sucedería en Brasil, una de las principales economías de Occidente, pero con decenas de millones de pobres, si surgieran levantamientos similares?.
En la Argentina, una clase media pujante, la educación y la salud públicas han sido habitualmente factores disuasivos de ese tipo de estallidos, con excepción en las épocas de las grandes crisis. Pero ya no alcanza. Tampoco con el mero asistencialismo del Estado que calme a los pobres y los mantenga en sus casas.
Los economistas dirían que la única salida es el crecimiento de la economía, que genera trabajo, que trae inversiones en un marco de un Estado que regule sus gastos. Chile hizo eso y estalló. No parece ser la única alternativa, más emparentada con la teoría económica que con la práctica política.
Si el deseable crecimiento de la economía no llega a todos se convierte en un factor reactivo y regresivo. Sebastián Piñera, presidente de Chile y dueño de una las fortunas más importantes de ese país, lo está entendiendo, o al menos así lo expresó su mujer a través de un audio que se hizo viral.
El principal desafío de Fernández será encontrar ese camino de mayor equidad, de cerrar la brecha entre la marginalidad y la opulencia obscena enquistada desde siempre en todas las provincias del país. Para eso está la política. Por eso, el fin de la historia y de las ideologías, al menos en la Argentina, están muy lejos.
Por Jorge Levit