En octubre de 1917, de acuerdo con el calendario juliano, que regía la vida de los rusos en aquellos tiempos, el 7 de noviembre de ese mismo año en el calendario gregoriano, estalló la Revolución Rusa, que cambiaría la historia mundial.
La actualidad internacional, las series sobre los zares y zarinas del imperio que quiso conquistar Napoleón y más tarde Hitler, el impenetrable Putin, me llevaron a ver de nuevo El arca rusa (2002), del director Alexander Sokurov. El film, de 96 minutos, fue realizado en una sola toma (¿la más larga del cine?) en el interior del Museo del Hermitage. En ese lapso, un narrador anónimo (Sokurov), que nunca aparece en pantalla, y un aristócrata francés recorren los distintos palacios que componen el Hermitage, se encuentran con personajes reales y ficticios y asisten a importantes escenas de la historia rusa que transcurrieron en esos salones durante tres siglos.
El aristócrata francés que, en buena medida, oficia de guía es el marqués Astolphe de Custine, un gran viajero y escritor que publicó, entre varios títulos, Rusia en 1839, el libro que lo haría célebre y le valdría la inmortalidad literaria. Esa obra describe la sociedad bajo el reinado del emperador Nicolás I. Como dice el ensayista francés Pierre Nora, Custine comprendió, con una intuición sobrehumana, lo que eran y lo que serían aquellas tierras. Y lo hizo apenas llegó a San Petersburgo: le bastó el trayecto de la estación al hotel.
Custine viajó a Rusia para buscar allí argumentos contra el gobierno representativo que la Revolución Francesa había introducido en lo que había sido el reino de los Borbones. El escritor estuvo dos o tres meses en Rusia, después de los cuales volvió a su patria convertido en partidario acérrimo de las constituciones y el parlamento.
Con los años, el libro de Custine cayó en el olvido hasta que lo redescubrieron editores clandestinos en Rusia; mientras que, en Occidente, Custine se convirtió en una especie de profeta de los rusos exiliados o disidentes, así como en una fuente de referencias para políticos como Henry Kissinger.
El análisis del despotismo y la tiranía le permiten a Custine anticipar el concepto de fake news y las técnicas de la manipulación histórica. Dice: "El despotismo ruso no solo no tiene consideración por las ideas y los sentimientos; además rehace los hechos, lucha contra la evidencia y triunfa en la lucha, porque la evidencia no tiene abogado defensor, como tampoco lo tiene la justicia, cuando molestan al poder". Por cierto, Custine ignoraba que en los siglos XX y XXI esas mismas costumbres serían adoptadas también por falsas democracias.
Y Custine continúa: "El pueblo y hasta los grandes, resignados espectadores de esta guerra contra la verdad, soportan el escándalo porque la mentira del déspota, por más grosero que sea el fingimiento, siempre le parece al esclavo una adulación". La ley no tiene efecto retroactivo en los países parlamentarios: el capricho del déspota, en cambio, sí.
Uno de los aspectos que más impresionaron al marqués fue el lujo en que vivían el zar, su familia y los nobles. No podía creer que el Hermitage hubiera sido construido en un año, pero terminó por entender ese milagro cuando le explicaron que en su construcción habían muerto miles de hombres en el invierno, así como la creación de la ciudad de San Petersburgo, construida en un pantano, había costado la vida de 100.000 obreros y artesanos.
El Hermitage y San Petersburgo fueron el legado de un emperador a su pueblo y a la humanidad: los frutos del espíritu de grandeza, del capricho y de la vanidad. Lo más admirable y llamativo es que ese legado sangriento haya sido aceptado por la historia. La belleza ¿todo? lo absuelve.
Por:hugo Beccacece