Hay dos grandes aprendizajes en nuestra historia: después de 51 años de guerras civiles, en 1861 se logra la unión nacional con la integración de la provincia de Buenos Aires al resto del país. La fórmula alberdiana combinó unitarismo y federalismo para crear una república fuerte, la cual permanece intacta, sin ningún movimiento separatista y sin pedazos del país en situación de Estado fallido.
La segunda gran lección se materializó en 1983, cuando, después de 53 años de reiterados fracasos en el intento de mantener las reglas democráticas, se generó un consenso generalizado de que este sistema en el cual vivimos es el mejor posible y el que más nos asegura una convivencia pacífica en medio de las grietas argentinas.
Es fácil resumir estos dos logros en tres párrafos pero no fue fácil llegar ni a la organización nacional ni a la continuidad constitucional con elecciones limpias. Duras desilusiones, guerras civiles, sufrimiento, muertos, terrorismo de Estado, la locura de una guerra contra la OTAN.
El politólogo Andrés Malamud hace la mejor síntesis del presente: “Argentina es un éxito político y un fracaso económico”. Pero ese éxito constitucional hace al largo empobrecimiento de los argentinos un misterio aún más oscuro. Era común relacionar las dos cosas: creer que la continuidad constitucional traería prosperidad económica. Ese fue el corazón del pensamiento alfonsinista. Y no funcionó. Lamentablemente, hoy sabemos que los argentinos podemos disociar muy bien una cosa de la otra: somos un país en vías de subdesarrollo.
Lo que sucedió en el traspaso de mando de Mauricio Macri a Alberto Fernández nos genera orgullo. Pudimos tener un recambio presidencial normal. Queda el interrogante de qué habría sucedido si Donald Trump no hubiese aparecido con una montaña de dólares del FMI para el gobierno de Cambiemos. ¿Cuánto hay de repetible de esa situación en el caso que el país se encuentre nuevamente como en junio de 2018 y no haya otro enorme préstamo de urgencia?
En este análisis es clave diferenciar verdaderos logros del voluntarismo eufórico. Diferenciar matar al perro de curar la rabia. No hay subordinación de las Fuerzas Armadas, hay desmantelamiento de las Fuerzas Armadas. El ex presidente Macri dio un paso más en ese sentido y -seguramente con la complicidad de almirantes y generales- empezó a rematar los inmuebles castrenses. Ahí está, pudriéndose la base naval más grande de Latinoamérica en Puerto Belgrano, esperando que el deterioro no deje más opción que parcelar y vender.
La convertibilidad mató al perro, no curó la rabia. La grosera manipulación del INDEC no resolvió la inflación, sólo nos igualó en esa área a estados fallidos. El cinismo con el que se defendió en 2007 esa medida fue similar al que se usó posteriormente, y del otro lado de la grieta, para justificar el insostenible endeudamiento de la administración Macri.
Argentina está acostumbrada a estos giros de 180 grados que van acompañados de ánimos celebratorios y relatos épicos -tercer movimiento histórico, Argentina primer mundo, década ganada, mejor equipo en 50 años-, que al tiempo se caen a pedazos, pero que permiten -mientras duran- justificar casi cualquier cosa.
En sus inicios, el proceder típico de los últimos gobiernos fue, primero y principal, intentar controlar al único poder donde la obediencia se escurre con facilidad: el judicial. Después, que el año de crecimiento económico coincida con las elecciones de medio término. Estas, a su vez, resuelven -siempre precariamente- la interna del PJ. El proceso es coronado con la reelección. Parece razonable.
Pero lo cierto es que la agenda del desarrollo tiene que ser más ambiciosa que eso y requiere sacrificar mucho capital político donde la reelección queda subordinada -realmente subordinada- al proyecto de país. Esto, hasta la fecha, no ha sucedido en ninguna presidencia desde 1975. Raúl Alfonsín sí estuvo dispuesto a sacrificar todo el capital político necesario para sellar la continuidad constitucional y por eso hoy es recordado como es recordado. Pero tanto el Plan Austral de junio de 1985 como el Plan de Convertibilidad de abril de 1991 tenían el mismo fin: ganar las elecciones cinco y seis meses después, respectivamente.
Corto plazo. Desde el exterior toman decisiones en base a ese corto plazo. Veamos un ejemplo: en 1992, el índice Merval tuvo una caída superior al 50%. No tenía sentido: el PBI crecía a un ritmo del 9% (y seguiría creciendo), fue el único año de superávit fiscal de la presidencia de Carlos Menem y también se estaba privatizando YPF. ¿Qué pasó? Entre otros motivos -que incluyen que Argentina es vista hace tiempo como un casino-, fue que los inversores extranjeros percibieron que el país no iba a utilizar esos años de boom para seguir el ejemplo español -o incluso el chileno- en busca de crear bases duraderas, sino que toda la energía política estaba puesta en otro objetivo: reformar la Constitución para que el presidente Menem pudiese reelegir. Para lograrlo se iba a tirar la casa por la ventana. Y así fue, sosteniendo como sea el 1 a 1.
Desde la restauración democrática el reeleccionismo derribó casi todos sus límites y quedan sólo dos provincias con restricciones: Mendoza y Santa Fe. Es probable que estas últimas prohibiciones a la reelección consecutiva también caigan.
El capital concentrado nacional, sumos sacerdotes del rentismo, sale de la experiencia macrista más poderoso que nunca. La dictadura le pagó las deudas, la UCR legitimó ese fraude, el PJ le entregó los activos del Estado, y la urgencia de la clase política por resolver sólo lo inmediato hizo que acumulen prebenda sobre prebenda. Cambiemos ha hecho a esas prebendas aún más difíciles de desandar. El gran empresariado argentino exprimió la ambición reeleccionista de nuestra clase política hasta la última gota. La historia del mayor multimedios argentino es el mejor ejemplo.
Tampoco es alentador que el dueño del unicornio tecnológico nacional se haya contagiado del resto del empresariado y que su principal negocio pase a ser capturar el maná que pueda extraer del Estado argentino para subsidiar sus otras operaciones. Él era la excepción que daba cierta esperanza. Ya no.
Este misterio que es nuestro fracaso económico, plagado de explicaciones simplonas -“es por el peronismo” o “es por la oligarquía”- comienza un nuevo capítulo. Esperemos que sea el último. Al fin y al cabo, si la unión nacional y la democracia plena se demoraron cada una 50 años, estamos cerca de que se cumpla medio siglo del Rodrigazo, símbolo del inicio de la decadencia económica argentina.
Por Hernán Madera