El entusiasmo por el litio es una de las pocas cosas que unifica a la dirigencia política. Los gobernadores del Norte Grande, grupo en el que conviven opuestos como Gerardo Morales y Gildo Insfrán, lograron bloquear en los últimos días la Ley de Humedales porque entienden que amenaza las posibilidades de explotación de este mineral en los salares.
Dentro de la estrategia global de transición energética hacia fuentes limpias, estos desiertos de sal –hasta no hace mucho tiempo recónditos y olvidados– se convirtieron en un tablero del juego geopolítico de las grandes potencias y en la gallina de los huevos de la región más pobre del país. Contra viento y marea, los gobernadores buscan sacarle provecho antes de que el encanto por el litio se esfume o sea desplazado por alguna alternativa.
Aunque en las grandes ciudades la discusión se simplifique, forzándola a cuajar muchas veces en un esquema de buenos y malos, no hay nada simple en la discusión por el litio. Su explotación lleva inserta una contradicción: alterar ecosistemas en nombre de la ecología. Pero en el desarrollo de la trama aparecen muchas otras contradicciones y matices. Aparece el beneficio y la visibilidad que en algunos casos derraman los proyectos mineros sobre comunidades olvidadas, que caricaturizados como alegres grupos en comunión con la naturaleza, enfocan muchas veces su lucha en obtener mayor participación en las ganancias del negocio extractivista.
En toda esta complejidad se internó el periodista Ernesto Picco, que recorrió el triángulo del litio de punta a punta –Bolivia, Chile, Argentina– habló con lugareños, empresarios, funcionarios y científicos y escribió Crónicas del Litio (Futurock Ediciones), un libro de 300 páginas donde hay muchas menos sentencias que datos, escenas, preguntas. Desde Santiago del Estero, donde vive.
–El triángulo del litio incluye a Bolivia, Chile y Argentina. ¿Qué diferencias muestran estos países en su modelo de explotación o acercamiento a este mineral?
–El más fácil de caracterizar es el modelo boliviano porque, a diferencia de los otros, ha apostado directamente por la producción estatal. Pero esto hay que entenderlo no solo a partir del gobierno de Evo Morales, sino de la resistencia de las organizaciones sociales desde la década del 90 que no dejaron entrar a empresas privadas. En Argentina y Chile, en cambio, predominan la empresa privada y el modelo está sujeto al vaivén de los ciclos políticos de los gobiernos. En el gobierno de Sebastián Piñera había una intención de licitar y de entregar por 40 años un parte del territorio para extraer litio y se lo frenó porque Gabriel Boric venía con el plan de crear una empresa estatal, que era una idea que venía del gobierno de Michelle Bachelet. En Chile existen dos empresas privadas que se dedican a la extracción y en la Argentina también tenemos dos que explotan, pero el embotellamiento de empresas empujando para entrar es fenomenal. Casi todas privadas, algunas en formato mixto, con intervención de gobiernos provinciales y ahora con la noticia de que empieza a involucrarse YPF. Todo esto hay que entenderlo y siempre leerlo atado a los signos políticos de gobierno.
–Bolivia sabemos que es el país que tiene mayor cantidad de recurso y, sin embargo, es el que menos lo explota y ganancias genera. ¿Se puede sacar una conclusión a partir de eso? ¿Bolivia pierde una oportunidad por la estrategia que emplea?
–No sé, a mí me tienta pensarlo con la fábula de la liebre y la tortuga. Porque Bolivia va lento, a su manera, dando pasos para adelante y para atrás. Intentó copiar el modelo chileno de extracción, pero se encontró con que su geografía es diferente; en el Salar de Uyuni llueve, el suelo y el clima es muy diferente al de Atacama. Eso les ha hecho que avanzaran con niveles de productividad y de rentabilidad bajísimos en los primeros años. Pero hay una apuesta en el largo plazo que hay que ver qué resultado le da.
–No sabemos, sin embargo, cuánto puede durar el entusiasmo por el litio. También se trabaja en otras tecnologías como las baterías de cobalto o de sodio que podrían reemplazar a las de litio. Entonces, desde lo económico apostar al largo plazo tiene riesgos.
–Sí, esa es la otra. Pero no diría que son miradas contrapuestas. Hay distintas maneras de gestionar los recursos y de pararse políticamente frente al asunto. Pero la gente que se dedica a la minería, que es del palo, históricamente apunta a aprovechar la ventana de oportunidad y todos los beneficios en el ahora. Es otra forma de mirarlo y también es una apuesta con riesgos.
–¿La alianza con capitales extranjeros es inevitable? Porque incluso Bolivia se asoció con Corea del Sur, con China, con Alemania, con Francia.
–Claro, lo que diferencia a un país de otros son los términos de las alianzas. ¿Para hacer qué? ¿qué cosas se guardan los países para sí mismos? Por ahí pasa un poco la diferencia del caso boliviano con el chileno y con el argentino. Argentina está muy atrás porque sigue manejándose con los esquemas extractivistas y con el marco jurídico del de la década del 90, del neoliberalismo más puro y duro en términos de minería.
–En la Argentina la iniciativa la lleva el sector privado y el Estado, en todo caso, acompaña.
–El Estado acompaña y con el caso del litio, donde intervienen tres provincias históricamente empobrecidas, hasta que se armó la mesa del litio con el Gobierno tratando de equilibrar, eran tres provincias que estaban compitiendo entre sí a ver cuál le daba más facilidades a las empresas internacionales para que llegaran; las regalías que se llevaban era muy pequeñas y tenían muy pocas condiciones. Ahora eso está un poco más coordinado y ordenado.
–¿Cuáles son las estrategias que aplican las empresas para empatizar y ganarse la confianza de las comunidades? En tu libro se ve que en algunos casos lo que hacen es reemplazar las funciones del Estado: construyen puentes, escuelas.
–Lo brutal es que eso no es de ahora, es un modelo del siglo XIX. Nosotros aquí en el norte tenemos históricamente la experiencia de los obrajes, empresas que asumían la función del Estado, y que lo sigamos viendo en el siglo XXI es muy fuerte. Pero el papel que asumen las empresas también es diverso; hay que hacer un esfuerzo por pensar a los actores en su diversidad. No pensar en las comunidades originarias como un todo igual, porque tienen diferentes posiciones, y del mismo modo no pensar a las empresas como que son todas lo mismo. Las empresas chinas tienen un perfil, las estadounidenses otro, las australianas, las argentinas... y las estrategias son diferentes. Algunas seducen a través de la posibilidad de puestos de trabajo, sobre todo de puestos que no son solo de mano de obra no calificada. Sales de Jujuy, por ejemplo, está incorporando a poblaciones originarias a los laboratorios. Y después obras de infraestructura; muchas veces negocian con el Estado qué construir. En Chile ves que las comunidades originarias son críticas con algunas empresas y con otras no, porque en muchos casos las mineras financian las propias estructuras de las comunidades, eso también es interesante para pensarlo.
–En el libro una persona de Catamarca te dice “si no fuera por la minería nosotros no existiríamos. Acá estuvimos toda la vida olvidados y ahora por lo menos Vialidad repasa los caminos”. Las comunidades en algo se benefician de esos emprendimientos. ¿La pregunta es si se benefician en una escala justa? ¿si lo hacen a largo plazo?
–No me arriesgaré a decirlo tan tajantemente. Hay una lectura, que es muy de ONG, que pone de un lado a las comunidades originarias buenas y, por otro, a las empresas malas. Es tentador pensar a las comunidades originarias como víctimas del avance de las empresas y también lo opuesto, pero de los dos lados hay miradas diferentes e intereses en juego no declarados. Las comunidades ganan en empleo, caminos, visibilización, beneficios educativos. Hay que pensar que son comunidades que están brutalmente alejadas, en lugares a los que hay que hacer viajes larguísimos para llegar y que es gente que ha vivido históricamente aislada.
–Acá aparece un punto complejo. Muchas veces la crítica más fuerte a estos emprendimientos llega de los grandes centros urbanos, donde además está la mayor concentración de gasto de energía y la necesidad de la transición.
–Sí, es la crítica que hacen algunos gobernadores, también me lo ha dicho el secretario de Minería de Jujuy. Eso es algo que, diría, se aplica para casi todo en relación a Buenos Aires y las provincias. Hay un desconocimiento del territorio en general.
–En el libro contás que hay diferentes estrategias y razones detrás de la resistencia popular, pero que cada vez más lo que subyace es un acuerdo comercial, un reclamo de mayor participación en las ganancias y menos el tema ambiental.
–Tal cual. El caso donde eso se ve más clarito es en Bolivia. Y ahí hago un paréntesis porque estamos hablando de las empresas que efectivamente llegaron, pero también hay que tener en cuenta un montón de empresas que no se han podido instalar porque las comunidades lo han evitado; las comunidades tienen la fuerza suficiente lograr eso Pero, volviendo: las poblaciones de Potosí que históricamente se resistían a la extracción del litio hoy juegan otra cosa, hoy juegan a este “ok, denle para adelante ahora que lo hace el Estado”, critican el modo en que el Estado extrae el litio por los mecanismos, pero a la vez reclaman mayor participación económica.
–El litio se piensa como un mineral necesario para la transición energética y el desembarco del capital internacional en los salares se hace en nombre de la ecología. Pero puede que se esté perjudicando al ambiente para ese fin. ¿Esa es la contradicción central?
–Sí, es la contradicción central. Lo más trágico del asunto es que es una película repetida, es lo que nos ha pasado con otros recursos naturales, solo que lo estamos viendo en primera fila. Además, todavía no somos conscientes del grado del impacto ambiental porque tenemos en Argentina apenas dos empresas que están explotando litio, pero hay una fila enorme de otras empresas esperando para entrar. El impacto que esto va a producir en esos ecosistemas --que, por otra parte, son ecosistemas que están alejados, que casi nadie conoce y que a casi nadie le importan-- es incalculable. Parece que hubiera una ecología vip para el norte, que pueden tener sus autos limpios y demás, pero a costa de sacrificar los ecosistemas del sur. Está el trabajo que hacen los científicos del país para intentar buscar formas de extracción menos dañinas para el ambiente, es cierto. Eso se puede lograr, lo que pasa es que son procesos que tienen una velocidad diferente a la de los negocios y la política.
–Esto queda muy claro en tu libro, cuando las empresas confiesan que en Europa no puede intentar desarrollos similares porque “están los Nimby” (acrónimo de not in my backyard; en mi patio no. Equivalente en español a “Span” (Sí, pero aquí no).
–Escuchar eso me impactó, porque ahí los tipos blanqueaban su doble discurso. Sin contar el hecho de que las grandes compañías norteamericanas “descubren” el sur cuando los echan del desierto de Nevada por el daño ambiental que producían ahí en la década del 70, cuando el litio todavía no tenía los usos que tiene hoy. Es así: no lo pueden hacer en su casa, entonces vienen para acá.
–¿Qué rol cumplen los gobernadores del norte? Hace algunos días bloquearon el avance de la Ley de Humedales porque pone en riesgo la explotación de los salares.
–El litio ha sido uno de los tres temas centrales que los gobernadores llevaron en su gira por Estados Unidos hace algunos días y como bloque están adquiriendo un poder en el mapa político nacional que es impresionante. Además, los propios gobernadores están empezando a explorar: han descubierto litio en Formosa, en La Rioja. En Santiago del Estero, que no tiene en principio litio, han confirmado que se va a construir la segunda planta de fabricación de baterías. ¿Qué tenemos de especial nosotros para tener esa planta? Nada, simplemente que estratégicamente se van construyendo esos acuerdos. La dinámica ya no es de competencia entre provincias como era hace unos años atrás, sino de articulación.
De: Delfina Torres Cabreros