El jefe maltratador y autoritario, que hace pedazos la autoestima de su personal, esconde a un ser inseguro y miedoso a quien el puesto, seguramente, le queda grande.
-¡Siempre la misma inútil! ¡No puedo confiar en vos! ¿Qué tenés en la cabeza? ¡Maldita la hora en que te puse a trabajar conmigo!
Los descontrolados gritos de un hombre y sus desafortunados comentarios traspasaron la pared de su oficina y se escucharon perfectamente en la recepción, donde aguardaban varias personas.
De pronto, sobrevino el silencio y una mujer de mediana edad, con el rostro desencajado, la vista en el piso, totalmente abochornada, abandonó la oficina y despareció tras una puerta.
La tensión podía cortarse con tijera.
Bárbara Berckhan (autora de "Cómo defenderse de los ataque verbales") sostiene que "no hay errores que justifiquen ofender a un colaborador. Con un contrato laboral vendemos nuestra capacidad de trabajo, no nuestra dignidad. Según experiencias propias, son solamente los dirigentes débiles quienes recurren al maltrato. Con el calificativo débiles -prosigue-, quiero decir que les faltan pautas en las relaciones sociales. Pueden ser expertos en su materia, pero en la relación humana y en cuestión de sentimientos, resultan perfectos analfabetos."
Jefes malos.
El error es que, a menudo, autoridad se confunde con autoritarismo. Los verdaderos líderes construyen su autoridad sin prisa y sin pausa: con hechos y conductas que inspiran confianza entre su gente.
La persona con autoridad no necesita imponerse de prepo: jamás se le ocurriría "verduguear" a sus subalternos. Al contrario, los cuida, los estimula, los respeta.
Los autoritarios, en cambio, suelen ser personas inseguras, con incapacidad para desempeñar el puesto que ocupan. Les queda grande. Entonces, para esconder sus limitaciones, para disimularlas, apelan a la prepotencia, a la humillación, al grito desaforado.
Justamente, como se trata de seres débiles, el autoritarismo es la máscara que utilizan para manipular e inspirar miedo.
Hoy, pese a que se fueron imponiendo cambios en las relaciones jerárquicas entre jefe y empleado, se sigue practicando un modelo de gestión antiguo, anacrónico: el de gerente-capataz. Es decir, el subordinado acata la orden de su superior y la ejecuta.
El cambio es lento. Demasiado lento, si se compara con el vértigo de estos tiempos. Todavía se manifiesta más teórico que vivencial. Predominan las costumbres arraigadas, el miedo a innovar.
Con todo, ya asoman esos nuevos modelos de conducción que se vienen fogueando para desarrollar -con sabiduría- un inteligente concepto de autoridad. Ellos y ellas aprenden a ser humildes y escuchar, construyen mensajes claros, enriquecen su vocabulario, respetan la opinión ajena, aunque no la compartan. Son capaces de poner en práctica esa dupla que se potencia: firmeza y amabilidad, y avanzan con paso flexible, persuadidos de que la rigidez hizo (y hace) estragos.
En términos globales, ya se conocen las bondades de trabajar en un lugar donde las inevitables presiones se pueden amortiguar. Cuando el mandamás pone esmero en cultivar una comunicación humanizada, cuyos pilares se apoyan en el respeto, el compromiso y la honestidad (valores rezagados), el personal la recibe agradecido y reacciona positivamente.