Uno de los carteles de los más de un millón de manifestantes chilenos que marcharon el 25 de octubre decía: “El neoliberalismo nació en Chile y se está muriendo en Chile”.
Uno pensaría que el obituario es cierto, a juzgar no solo por las protestas que se han visto en Chile y en Ecuador desde hace unas semanas, sino también por los resultados electorales en Argentina, Bolivia y México. No es así, pero sí señala algo real: un nuevo vuelco a la izquierda en América Latina.
En los últimos cinco años, las elecciones en Argentina, Chile, Brasil, Colombia, El Salvador y Perú han llevado al poder a partidos o líderes conservadores y neoliberales, que abogan por el libre mercado y el libre comercio. La “marea rosada”, que llevó democráticamente a líderes de izquierda a la presidencia al comienzo del siglo XXI, está retrocediendo, con frecuencia sumida en la vergüenza. Un expresidente brasileño fue encarcelado y otra fue destituida. En Argentina, Cristina Fernández de Kirchner fue acusada de los delitos de fraude y corrupción. Los últimos seis presidentes de Perú están ya sea en la cárcel, bajo investigación por corrupción o muertos a causa del suicidio.
El líder socialista Evo Morales anunció el mes pasado que había ganado la reelección en Bolivia y tendría un cuarto mandato, como consecuencia de una manipulación electoral y una violación a la constitución que él mismo redactó y había ratificado mediante un referéndum. Sin embargo, las sucesivas manifestaciones que reclamaban un fraude electoral, una auditoría internacional de las elecciones que concluyó que los comisionas no habían sido democráticos y el llamado del ejército para que el presidente boliviano renunciara, lo obligaron a dejar el cargo.
El fin del auge de las materias primas, la corrupción y el cansancio sacaron a la izquierda del poder y los llamados neoliberales aparecieron para llenar el vacío. A excepción de Venezuela, México y, hasta ayer, Bolivia, habían estado dominando los seguidores del Consenso de Washington, un conjunto de recomendaciones de políticas económicas respaldadas por Estados Unidos para los países desarrollados, en especial en América Latina.
Pero hoy, ellos están siendo desplazados, ya sea mediante elecciones o presión de protestas callejeras masivas. Parece que viene un nuevo cambio. Sin embargo, aunque hay diferencias significativas en Latinoamérica entre la izquierda y la derecha, o entre el neoliberalismo y la democracia social, el margen para el cambio económico es mucho más estrecho de lo que creen sus proponentes de cada lado y, lo que es más importante, es mucho menor de lo que los latinoamericanos esperan.
La izquierda ha gobernado Chile durante 24 de los últimos 29 años. Las políticas que se rechazan actualmente, mediante reclamos de menos desigualdad y un sistema político más sensible, son en su mayoría las que ha implementado Concertación, la coalición de centroizquierda chilena. Chile es la gran historia de éxito de Latinoamérica, incluso si sus ciudadanos no creen este discurso o lo rechazan rotundamente. Es cierto, Sebastián Piñera, el presidente de centroderecha, no es nada popular, pero la oposición, los partidos de centroizquierda, son igual de impopulares.
De igual modo, la crisis económica que llevó a los argentinos de vuelta al peronismo —tras cuatro años con un presidente que estaba a favor de la iniciativa privada— es resultado, al menos en parte, de los mismos peronistas, que ocuparon la presidencia entre 2002 y 2015 y han estado omnipresentes en las disputas del país por el poder desde 1945. Alberto Fernández, quien ganó la elección en octubre, podría ser el primer líder peronista que no es ni corrupto ni demagogo, pero gobernará en compañía de Fernández de Kirchner —quien es ambas cosas— y una facción de izquierda de mano dura en el congreso. Aunque lo más importante es que Argentina debe 57.000 millones de dólares al Fondo Monetario Internacional y su nuevo presidente se verá obligado a negociar un nuevo paquete de asistencia de la organización financiera.
Morales, por su parte, había permanecido en el poder hasta ahora, en buena medida gracias a las políticas macroeconómicas ortodoxas que implementó a pesar de su retórica y fanfarronería antiestadounidense. Sus esfuerzos exitosos para sacar a los bolivianos de la pobreza dependieron de los altos precios en las materias primas. Pero esa era se acabó. Y en México, Andrés Manuel López Obrador está descubriendo con rapidez que los mercados, las limitantes presupuestales y Estados Unidos vuelven inviables muchas de sus promesas. Detesta el neoliberalismo, pero necesita desesperadamente que el congreso estadounidense ratifique uno de sus íconos: la versión más reciente del Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Las incipientes clases medias latinoamericanas son producto del crecimiento económico a largo plazo, si bien modesto, que se ha visto en el transcurso del último cuarto de siglo. Han surgido de la pobreza, pero sienten que su vida no es la que debería ser.
Chile es el mejor ejemplo: el elevado ingreso per cápita, lo convierte en un país rico “pobre”, pero con pensiones miserablemente bajas para los adultos mayores, educación superior excesivamente cara e inútil para los jóvenes, servicios médicos mediocres y onerosos para los adultos que trabajan, salarios precarios y un sentimiento de comunidad que disminuye en todos los ciudadanos.
Un sistema político insensible, aunque democrático en todos los países de la región, ha alimentado la explosión social actual, principalmente a consecuencia de la frustración. Los gobiernos vienen y van, pero sus políticas concretas son similares, o algunas veces incluso idénticas. La desigualdad ha disminuido hasta cierto punto, incluso en Chile, pero no lo suficiente. Los ricos se hacen más ricos y las clases medias detectan y resienten cada vez más su opulencia. El resentimiento se acumula, en especial cuando el crecimiento económico se escapa o se desvanece, como está pasando actualmente en Latinoamérica. Cualquier cosa puede desatar una revuelta: los aumentos en la gasolina en Ecuador, el fraude electoral en Bolivia, el aumento del precio del transporte en Chile. Parece no haber alternativa para el statu quo, ya se trate del neoliberalismo o de otra cosa.
Peor aún, parece no haber para dónde voltear. Excepto tal vez hacia el norte, donde frustraciones similares también han generado un clamor por el cambio. Lo que los latinoamericanos quieren, al menos en las naciones con mayor clase media, es un estado de bienestar que funcione: atención médica adecuada, pensiones apropiadas, educación superior accesible, salarios decentes. ¿Les suena familiar? Tal vez los chilenos, los argentinos, los brasileños y los mexicanos deberían estudiar el debate democrático que actualmente se está dando en Estados Unidos sobre cómo alcanzar y financiar esas metas.
Las nuevas y las viejas clases medias latinoamericanas reclaman —en las urnas, en las calles y en las redes sociales— el fin de la corrupción y la violencia, pero también el tipo de estado de bienestar que puede reducir la desigualdad, mejorar los servicios públicos y aumentar los salarios. Esto no dista mucho de lo que muestran las encuestas que quieren muchos estadounidenses en este momento. Las encuestas revelan que los estadounidenses están dispuestos a pagar esas prestaciones a través de impuestos más elevados a los ricos, en parte porque los ricos tienen más riqueza que nunca, como suele ser el caso —cada vez con más frecuencia— en muchas partes de Latinoamérica. Un estado de bienestar chileno costaría muchísimo dinero, pero el país tiene finanzas públicas saludables para pagarlo, al igual que Estados Unidos. Una coincidencia afortunada y productiva.
Por: Jorge G. Castañeda (@JorgeGCastaneda), secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003, es catedrático de la Universidad de Nueva York y columnista de opinión de New York Times.