En la tarde del 12 de agosto de 1982, tres teléfonos sonaron insistentemente en Washington DC. Jacques de Larosière, el director ejecutivo del Fondo Monetario Internacional (FMI); Donald Regan, el secretario del Tesoro de Estados Unidos, y Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal escucharon el desesperado mensaje de Jesús Silva Herzog: "Vamos a incumplir el pago de los préstamos bancarios que vencen el próximo mes".
Era un mensaje no oficial de una fuente oficial: el ministro de Finanzas de México. Antes ya habían sucumbido la Argentina, Chile y Uruguay. Poco después, Brasil y otros entonces llamados "países menos desarrollados" (LDC, por su sigla en inglés) siguieron el destino de México. Ese fue el comienzo de la primera ola de turbulencia global en la largamente desregulada arena internacional posterior a Bretton Woods. Ese fue también el inicio de la Década Perdida de América Latina.
¿Cuán lejos está la región de repetir -con nuevos nombres y contextos- esta situación? Desde el punto de vista del viento de frente, la situación parece más favorable esta vez. En aquella oportunidad, un abrupto cambio en la política monetaria de Estados Unidos, que pasó en poco tiempo de un esquema de tasas de interés bajas y moneda depreciada a uno con tasas de interés más altas y una moneda apreciada, operó como una tormenta perfecta para la región: tipos de cambio apreciados por pertenecer a la zona dólar, precios de commodities más bajos, desaceleración del crecimiento global que deprimió a las exportaciones mundiales y, para colmo de males, el incremento de las tasas de interés, que detonó una reversión en los flujos de capital hacia los mercados emergentes.
Cuando miramos el panorama actual, los movimientos son los mismos, pero en magnitudes mucho menores. El dólar se apreció desde 2013, pero su avance se ralentizó desde mediados de 2015 y su valor real se encuentra un 12% por debajo del pico de 1985. Los precios de las commodities tuvieron una fuerte reversión a la baja (desde 2012 para los energéticos y 2014 para el resto) pero en los últimos años, con excepción del petróleo, se estabilizaron e iniciaron una tibia recuperación. El comercio global, amenazado por la guerra comercial entre China y Estados Unidos, por el momento no muestra signos de desaceleración. Y las tasas de interés globales siguen estando en terrenos históricamente bajos.
El problema es que no se trata solo de los factores externos: también están las vulnerabilidades domésticas, es decir, los factores internos de cada país que pueden ampliar los efectos de lo que ocurre en la economía global. En este campo, sin embargo, en buena parte de la región el panorama general es bastante positivo: si bien casi todos los países registran déficit de cuenta corriente, la posición financiera internacional, esto es, la diferencia entre los activos financieros externos y los pasivos financieros externos es equilibrada. Además, las cuentas fiscales en general se encuentran más sólidas que en el pasado -en particular en lo referido a los niveles de deuda pública- y las relaciones financieras son mucho más saludables (los acreedores externos, por ejemplo, toman riesgo latinoamericano comprando activos en moneda local en vez de dar créditos en dólares).
Este panorama general no debe ocultar las heterogeneidades existentes. Los países de desempeño responsable durante la bonanza de las commodities de años atrás, como Perú o Bolivia o Chile entre otros, tienen más defensas frente a un eventual empeoramiento en las condiciones globales (las reservas internacionales de la región representan más de 25% de su PBI consolidado).
Otros, como Venezuela o la Argentina, supusieron permanente la bonanza y ahora lo están pagando caro. Las circunstancias externas por cierto pueden agravarse si el mundo cambia abruptamente, pero en ambos países los problemas son principalmente internos; de hecho, si se consideran los fondos de residentes en el exterior, tanto Venezuela como la Argentina son acreedores netos con el resto del mundo, aunque esos fondos no están disponibles para enfrentar los compromisos externos de la economía.
Concentrándonos en la Argentina, el Gobierno, aunque tardíamente, admitió la fragilidad económica del país y buscó el apoyo del FMI, que luego de un primer acuerdo fallido accedió a renegociar el stand-by inicial por un financiamiento aún más significativo. Pero aunque la ayuda financiera logró detener la corrida cambiaria, lo hizo al costo de agravar la recesión en curso, tanto por la condicionalidad impuesta en materia fiscal (déficit primario cero) como en materia monetaria (emisión cero hasta desacelerar la inflación y despejar la incertidumbre que aún subsiste en materia cambiaria). De este modo, el año cerrará con una caída superior a 2,5% y una inflación apenas por debajo de 50%. Y las perspectivas para el año que viene, pese a los pronósticos oficiales de una recuperación rápida, no son demasiado halagüeños. Aunque la inflación se desacelerará, lo hará a costa de la continuidad de la recesión, que se mantendrá por lo menos hasta mitad de año. El repunte posterior será en el mejor de los casos muy modesto y frágil.
Con esas perspectivas macroeconómicas y las exorbitantes tasas de interés asociadas a un riesgo país que, pese al apoyo del FMI, se mantiene por encima de los 700 puntos básicos, es improbable una recuperación significativa de la inversión. Tampoco habrá un impulso sostenido por el lado del consumo, por lo que el único componente expansivo de la demanda agregada serán las exportaciones primarias y de algunas economías regionales, insuficientes para compensar la tendencia de la inversión y el consumo.
El riesgo político de que el actual gobierno pierda las próximas elecciones presidenciales, que compromete las perspectivas no solo de 2019, sino de la próxima administración, no es resultado de la estrategia opositora, sino del fracaso económico del Gobierno. Por eso, aunque la relación deuda neta/PBI no resulta insostenible y el problema externo y fiscal sea de iliquidez y no de insolvencia, si la prima de riesgo país no baja significativamente el próximo gobierno enfrentará serias dificultades para acceder al mercado voluntario de deuda y refinanciar sus compromisos externos. En esas circunstancias, una campaña electoral apoyada en promesas fantasiosas tal vez sirva para ganar las elecciones, pero seguramente producirá un rápido desengaño de la ciudadanía y hará mucho más difícil impulsar los acuerdos políticos y las reformas económicas necesarios para salir del ciclo de decadencia del cual no logramos evadirnos.
Por:Guillermo Rozenwurcel